Diego Vadillo López
Quizá pueda resultar al lector un tanto extravagante el título que antecede a estas líneas; no osaría yo rebatir tal estupefacción, motivo por el que comenzaré trabando una serie de consideraciones que contribuyan a esclarecer el itinerario seguido en pos de llegar al mencionado encabezamiento.
Hoy, en plena era de la Globalización, la interrelación entre naciones, etnias, religiones, etcétera ha adquirido carta de normalidad. Pero eso es hoy. Actualmente, en lo que a España respecta, por ejemplo, cohabitamos a diario con multitud de ciudadanos procedentes de ese inmenso país que es China. Todos, en uno u otro momento, hemos sido clientes de un restaurante o de un bazar cuyos propietarios eran de procedencia china. Aun más, raro es el barrio de una gran ciudad que no cuente con un comercio “chino”.
Pese a ello, no deja de resultarnos ignota la idiosincrasia que estos nuevos convecinos portan. No en vano, proceden de una cultura también milenaria y se manejan en un sistema lingüístico muy distinto al indoeuropeo.
En la historia más reciente, cuando China cupo en el punto de mira de las potencias occidentales, éste era un país de difícil penetración, con una fachada costera que conformaba una barrera geológica que también contribuía al aislamiento. Extensísimas cordilleras y desiertos “extremos” suponían un hiato “a priori” inexpugnable desde un punto de vista eurasiático.
La última dinastía que conoció China fue la Qing, procedente de Manchuria, y su implantación data del año 1644. El sistema organizativo entonces orbitaba bajo la égida del Emperador. Un escalafón más abajo la administración del imperio chino era llevada a cabo por los mandarines, un cuerpo de funcionarios elegidos a través de concursos literarios.
El país no conoció un sistema feudal o equiparable a éste, sino que se sustentaba en una sociedad rural homogénea distribuida en aldeas. Esta idiosincrasia sumada a la inexistente estima por el oficio militar y el mercantilismo contribuían al inmovilismo que imperó muy largo tiempo.
Así las cosas, a partir del segundo tercio del siglo XIX, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos empezaron a intentar entablar relaciones con China. Esto propiciaría una rebelión en la zona sur contra el norte del país donde se establecía la dinastía que había permitido la penetración de los “bárbaros occidentales”. El levantamiento de los Taiping supuso una rebelión nacionalista china contra una dinastía a la que consideraban, además de extranjera, connivente con los países del Occidente. Pese a las guerras del opio, Francia y Gran Bretaña acabaron por apoyar al Gobierno imperial dado que los insurrectos abogaban por dinamitar el comercio exterior.
Sumándose a todo lo anterior, a fines del XIX, tomó cuerpo el movimiento de los “bóxers” contra las misiones exteriores. Finalmente, a la emperatriz Tseu-Hi no le quedó otra que modernizar la Administración, temerosa de un posible reparto del país entre las potencias occidentales y el ejército.
Con el paulatino abandono de las tradiciones políticas, de la divinización imperial, o la derrota en la guerra chino-japonesa de 1894-1895, la caída de la vieja Dinastía manchú era esperable. Y el símbolo de la revolución que se avecinaba fue el cantonés Sun Yat Sen, un sujeto antiimperialista y muy prooccidental. Por aquellos años proliferaban las sociedades secretas hasta que, en 1911, se materializó una sedición militar que acabó con la Dinastía manchú. Y fue, entonces, cuando Sun Yat Sen se convirtió en el simbólico Presidente de la República inaugurada en Nankín (en 1912). Mas pronto quedó relegado por el último jefe de Gobierno del régimen anterior.
Así se dio paso a un periodo confuso con predominio de una inercia centrífuga, panorama en el que entran en escena los “señores de la guerra”. Y, en paralelo, irá surgiendo en medios intelectuales un nacionalismo renovador, nada nostálgico del pasado. Esta corriente ideológica hallaría cauce en un partido de corte leninista: el Kuomintang, dirigido por el sucesor de Sun Yat Sen, Chiang Kai-Shek. Este partido-movimiento, pese a ser independiente del embrionario PC Chino, estaba representado en las reuniones de la Internacional Comunista. No obstante, en 1923 los comunistas se adhirieron.
El kuomintang reunificó el país sometiendo a los señores de la guerra, que fueron acusados de complicidad con el imperialismo extranjero.
Chiang kai-Schek estableció en Nakín, en el centro de China, un gobierno de corte autoritario. Expulsó a los comunistas de las ciudades donde comenzaban a crear soviets, motivo por el que se hubieron de replegar hacia las zonas más remotas del país, iniciando la célebre “larga marcha”.
Cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, Japón abandona sus conquistas asiáticas, el Partido Comunita comenzó una guerra civil que acabaría, en 1949, con la instauración de la República Popular China.
Mao, poeta, guerrillero y filósofo, consiguió por fin unificar un país desgarrado por las guerras civiles y expoliado por los señores de la guerra. Él, que fue uno de los doce fundadores del PC Chino en 1921, supo ver el potencial revolucionario del campesinado, máxime siendo china un país con nulo proletariado industrial.
Tras ser instado por Estados Unidos y la URSS a negociar con Chiang Kai-Shek y, por ello, cederle muchos de los territorios controlados por los comunistas, ante la imposibilidad de conseguir un gobierno de coalición, se entró en guerra civil, empleando los comunistas la técnica de la guerra de guerrillas con feliz resultado.
Y así es como Mao pasó a ser el máximo líder chino hasta su muerte, en 1976.
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Tras el anterior y sucinto recorrido por la historia de China en lo que se refiere a la transición intersecular XIX-XX, la que vivió Lu Xun (1881-1936), nos centraremos en este peculiar y nada longevo escritor que, pese a todo, gozó de gran resonancia póstuma en China, siendo también uno de los escritores de su país con mayor proyección exterior.
De entre los no muy numerosos datos en torno a la vida de Lu Xun cabe destacar su talante aperturista, del cual es fehaciente ejemplo el hecho de que abogase por la modernización lingüística, empleando la lengua vernácula en sus obras, en lugar del chino tradicional.
Lu Xun, además, fue estudiante de medicina “interruptus”, pues, a su parecer, era la cultura china la que estaba muy necesitada de “galenos”. Reconozco que puedo, a día de hoy, empatizar con nuestro escritor. En un tiempo, servidor enarbolaba con grande severidad la consideración de que cuando falta la salud nada más importa. Y no es que me desdiga plenamente cuando escribo estas líneas, sino que tratando con un sacerdote de esa religión que es la Cultura, éste me dijo, haciéndome, a la vez, atemperar mis anteriores premisas: “Primero la Cultura. Incluso antes que la salud. Sin Cultura no importa vivir, ya que sin Cultura se pasa por la vida como una sombra, sin plenitud”. Algo parecido debió pensar el bueno de Lu Xun cuando abandonó la medicina.
Y metido en harina literaria sostuvo intensas polémicas, como la librada con otro escritor, Liang Shiqiu, el cual era partidario de la Literatura como cauce para la expresión de sentimientos, sin más implicaciones. El adoctrinamiento político, por tanto, había de quedar al margen de ésta.
Pese a suponer que enfrente de tales argumentos tenía a Lu Xun, leyendo, por ejemplo, los escritos del mismo que siguen a esta introducción, mucho me temo que no muy lejos, en el fondo, de las premisas de Liang Shiqiu debía andar nuestro escritor, siendo polémicas anejas las que enconasen apócrifamente su postura en plena batalla dialéctica, la cual recogía algunos otros desencuentros.
También colegimos que la cercanía, que no pertenencia, al Partido Comunista, a través de la Liga de Escritores de Izquierda, pudo seguramente deberse a la época de turbulencias que le tocó vivir. Este matiz debió incidir también en el punto de vista desde el que parece divisar el mundo exterior, muy amargo.
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“Diario de un loco” es la más célebre de las poco numerosas obras de Lu Xun, a ésta le sigue una secuela, “La verdadera historia de Ah Q”.
Llegados a este punto es cuando vamos a poder empezar a entender el porqué del título de nuestra introducción… pero no nos adelantemos…
En “Diario de un loco”, a través del tópico del manuscrito encontrado, nos presenta el narrador el diario de un amigo que había estado enfermo y que durante su convalecencia había concebido tales escritos. A partir de entonces, el lector tendrá acceso a un estremecedor relato en el que se emplea la técnica del monólogo interior para darnos cuenta de una serie de circunstancias sentidas a flor de piel, toda vez que quien nos las refiere padecía una manía persecutoria, lo que otorga una atmósfera opresiva, kafkiana… al texto. También encontramos, por ejemplo, algún guiño hobbesiano: cuando se refiere a sus semejantes como “devoradores de hombres”. Otro rasgo curioso, sobre el que vamos a incidir más adelante, es, ante la falta de discernimiento entre fantasía y realidad del protagonista, el consejo del médico, que claramente puede asimilarse a los que recibía Alonso Quijano en el “Quijote” del barbero o del cura entre otros. Esto dice el médico a su paciente en la obra de Lu Xun: “—No hay que dejarse seducir por la fantasía. Es necesario que estés tranquilo y que te tomes unos días de reposo; verás cómo después te sentirás mucho mejor”. Y más adelante emite el protagonista una proclama equiparable a las del Caballero de la Triste Figura: “—¡Debéis cambiar, cambiar desde lo más profundo de vuestros corazones! Sabed que en el futuro no habrá en esta tierra sitio para los devoradores de hombres. Si no cambiáis, también vosotros seréis devorados. Y aunque logren nacer muchos más, todos serán exterminados por los hombres verdaderos, como los lobos por los cazadores, como los reptiles”.
En su lógica delirante, hacia el final del texto se puede encontrar un pasaje que pareciera tributario de alguna de las azañas que los doxógrafos nos han acercado, por ejemplo, de Diógenes de Sínope cuando éste buscaba al hombre, lámpara en mano, a plena luz del día: “¿Cómo voy a poder, después de cuatro mil años de canibalismo (antes en verdad no lo advertía), encontrar a un hombre verdadero?”.
También, al final, busca el protagónico loco la redención de la especie humana en la infancia. Curiosa coincidencia con nuestro Goya, pintor que siempre era condescendiente con los niños en sus cuadros, ya que también aspiraba a una regeneración en la especie, regeneración que estos, aún incontaminados de ignominia, podrían posibilitar.
En “La verdadera historia de Ah Q” también se encuentran muy diversas concomitancias con algunos clásicos de las letras occidentales. Primera y principalmente, con el “Quijote”, como ya hemos visto. No en vano se nos ofrecen las desventuras de un loco, del anterior loco.
Ya en 1509 Erasmo de Rótterdam escribiría su célebre “Elogio de la locura” que, a decir de muchos, entre ellos Antonio Vilanova, tanto influyó en Cervantes cuando escribió el “Quijote”. Vilanova repara en el hecho de que Cervantes fuera conocedor directo del erasmismo. Y de esta visión adoptó tanto el pesimismo más desengañado, como el idealismo más exaltado: “Cervantes —escribe Vilanova— inyecta la imprecisa dualidad de lo sublime y lo ridículo que Erasmo había señalado como característica esencial de la locura” (Cfr. “Erasmo y Cervantes”). Características las justo antes traídas aplicables a las peripecias de Ah Q, que, como las de Don Quijote, también acaban en tragedia.
Se nos refieren, como decimos, en tercera persona las desventuras de un tipo de vida contracorriente, pero antes de pasar a las anécdotas, la voz narrativa hace un inciso al respecto del género a que pertenece el texto en el que nos acabamos de sumergir. Pertenece al biográfico, eso sí, pero ¿a qué tipo de biografía?: “Existen varias clases de biografías: biografías oficiales, autobiografías, biografías no autorizadas, leyendas, biografías complementarias, historias de familia, perfiles…”, tras justificar por qué no le satisface ninguna de esas fórmulas nos aclara el motivo por el que se conforma con el término “vida”, y, en efecto, “vida” parece adecuado, ya que nos presentará vivencias muy determinadas del protagonista.
También Unamuno usó el término “vida” en su “Vida de Don Quijote y Sancho”, donde usaba palabras para Don Alonso Quijano trasvasables sin dificultad a las correrías de Ah Q: “Es el valor que más falta nos hace: el de afrontar el ridículo. El ridículo es el arma que manejan todos los miserables bachilleres, barberos, curas, canónigos y diques que guardan escondido el sepulcro del Caballero de la Locura. Caballero que hizo reír a todo el mundo, pero que nunca soltó un chiste. Tenía el alma demasiado grande para parir chistes. Hizo reír con su seriedad”. Eso es lo que le sucederá a Ah Q, quien reunía caracteres propios de un cínico helenístico (quienes también se exponían a los insultos y el desprecio de los que los consideraban locos), como cuando no le importaba que le agrediesen llamándolo animal: “—¿Que golpean a un gusano? Está bien, soy un gusano. ¿Puedo irme ya?”.
El final de esta obra es luctuoso. No desvelaremos el porqué, pero sí vamos a traer un pasaje del artículo de Larra “Un reo de muerte”, de 1835, que dice lo siguiente: “De allí a un momento una lúgubre campanada de San Millán, semejante al estruendo de las puertas de la eternidad que se abrían, resonó por la plazuela; el hombre no existía ya; todavía no eran las doce y once minutos. ‘La sociedad, exclamé, estará ya satisfecha: ya ha muerto un hombre’”. El lector entenderá el sentido que tiene incluir aquí estas palabras cuando acabe “La verdadera historia de Ah Q”.
Como lo prometido es deuda, que se suele decir, ahora toca la aclaración del porqué del título de este introito. Bien, como es sabido, los ingenieros, entre otras muchas cosas, diseñan puentes, y lo que he podido corroborar leyendo a Lu Xun es que existen unos universales literarios que se sobreponen a toda distancia, de ahí lo de la Providencia, una forma de expresar el azar que muchas veces une lo “a priori” no llamado a encontrarse. Lu Xun es un ingeniero literario que, sabiéndolo, o no, ha trazado puentes impensados con la cultura occidental. Desconozco cuales eran los referentes y el conocimiento de las letras occidentales por parte de Lu Xun (parece ser que era lector de Nietzsche), pero lo que sí es cierto es que se maneja en algunos universales, como el desencanto existencial, y que gusta de trasgredir literariamente, mostrando una latente insatisfacción, algo más meritorio, si cabe, en un país regido por la moral confuciana, filosofía que busca la adaptación del hombre al mundo a través de un gran código de máximas que, a su vez, persigue la armonía del cosmos, dejando poco margen de actuación. Así las cosas, en entorno semejante, las disonancias están llamadas a ser más estrambóticas aun.
Visto lo anterior, difícilmente se sostiene la polémica que tratamos anteriormente sobre el sentimiento y el adoctrinamiento. Yo percibo en la obra de Lu Xun principalmente más de lo primero. Y quizá sería ese el principal motivo por el que conectara con una izquierda en ciernes que ya se postulaba como alternativa a una deriva nacional corrupta y violenta que, como bien expresaba Lu Xun, generaba sus “outsiders”, uno de los cuales era él.