Diego Vadillo López
Utilizaba mucho mi abuela Emérita, cuando quería exaltar con simpatía las diversas dotes de una persona, la expresión: “Lo mismo plancha un huevo que fríe una camisa”. En tal catalogación veo a Liana Acero de la Cuesta, artista de la que presentamos una sugerente exposición antológica.
Liana Acero es una mujer de inquebrantable vocación polifacética. El apellido parece como si augurara un empate entre las disciplinas a que dedica su atención humana y humanística. El quid de la cuestión hemos de hallarlo en la mirada de la artista, una mirada sincera, escrutadora de auras; de una profundidad azabache capaz de conmover los cimientos intrasubjetivos del más aguerrido viandante.
En su pintura queda apuntada la primaria regularidad que cohesiona tan dispersa cosmología personal: lo uno en lo diverso, esto es: ella cultiva numerosos terrenos, unos van quedando en barbecho, según el estado de ánimo, hasta que toque descansar a otros. Va la buena de Liana alternando las parcelas en las que sembrar inquietudes.
Hay una reincidencia cromática en la tonalidad verdeamarillenta, predominando el amarillo, símbolo de un espíritu en perpetua búsqueda de la calma. Y es que sus pinturas y dibujos emanan inquietud, búsqueda de sosiego. Son variopintas-desasosegadas hijas, sus diversas piezas, de un muestrario vertiginoso.
Y en tan diverso repertorio caben desde unas rosas amarillas, que redundan en una expresión de plenitud, hasta unos pájaros de pico corvo y mirada inquietante (mirlos), pasando por un pintor en plena faena con una camisa de seda cuyas estampaciones nos remiten una minucia en la elaboración pictórica de las mismas de gran calado.
También hay una recurrencia en los paisajes naturales a la inclusión de refulgentes ocres otoñales sobredorando la vegetación plasmada, lo que nos pondría en la pista de un espíritu meditativo tras el pincel, dado que el otoño es la estación más vinculada al temperamento reflexivo.
Asimismo observamos a la Liana buscadora de plasticidad por la vía de lo insólito, de ahí que la coloración que otorga a algunas piezas tenga más voluntad sublimadora que mimética.
En las acuarelas, intuimos que, merced a los vaivenes del estado de ánimo, ora se emplean tonos más cálidos, ora más fríos y metalescentes. Hay repetido uso del fuego (un fuego muy pop), creemos que con significado purificador.
LAC se recrea fundamentalmente en lo minúsculo, en el detalle, y nos lo ofrece, bien de manera diametral, bien a modo de metáfora. Los horizontes nos ponen en la pista de un espíritu evocativo.
Si he de quedarme con alguna pieza, me decanto por ese dibujo de sí en el que se nos ofrece sexy, sensual y salvaje, con una melena leonina y unos labios a flor de beso. La única pega que cabría es el que tengamos que conformarnos con divisar tan solo la parte superior de la aureola de su pecho diestro, o, quizá, sea mejor así, ya que de esta manera se hace más insinuante la instantánea, máxime siendo contemplados por el brillo petrolífero de unos ojos que son los de las modelos de Julio Romero de Torres.
Dado que LAC es una mujer muy dada a ver más allá de las apariencias, no ha de resultar extraño que en muchos de sus retratos sople el viento de Otto Dix, genio y maestro en reflejar con maestría el alma del personaje, más allá de las facciones concebidas como mera vacua carcasa. Es el suyo el plácido expresionismo de quien ve más de lo que dice y no lo muestra de manera descarnada por no resultar impertinente.
En definitiva, instamos al espectador a disfrutar de una pléyade de piezas brotadas de un ánimo inquieto que unifica la gran diversidad de sugestiones, esperanzas, alegrías y sinsabores que lo planean.