Diego Vadillo López
Andando por los despreocupados senderos aledaños al alienado vivir de un Occidente cada día más burdo me encontré con Bogdan Ater.
Bogdan Ater es un tipo de gran apostura y esbelta figura cuyas cervicales en ocasiones parecen tener querencia a la base terrestre, dado que se imbuye con frecuencia en muy concretas reflexiones que lo hacen caminar cual si cada zancada supusiese el previo pago de un considerable montante.
Pareciera como si un parteluz dividiese su yo-artista y su yo-ciudadano, quedando decantado por goleada el descorrido de la cortina artística para que entre la luminosidad inspiradora, y eso incluso en los momentos no seleccionados “ad hoc”. Él, por supuesto, dada su mesura general, no se definiría artista aun siéndolo de talla como lo es, de hecho Ater vive en artista sin darse cuenta por estar planteándose casi siempre cuestiones hermenéuticas al tiempo que realiza labores de exigencia muscoesquelética.
Bogdan necesitó del estudio para convencerse de que había de ser asistemático… autodidacta; de que debía peregrinar por los reinos de la reflexión creativa; por las topografías más inauditas…
Nuestro creador mantiene una equidistancia plástica con la vida. Vive en una constante búsqueda de ese inasible interludio que media entre circunstancias “a priori” insustanciales.
En el fútbol existe una estirpe de jugadores que de tan técnicos a veces su juego pasa desapercibido; se transparenta de pura excelsitud. Bogdan si hubiera decantado su existencia hacia la disciplina balompédica estoy convencido de que sería de la misma categoría, la de los jugadores sutiles referidos. Él renegó en cierta manera, mas no irreversiblemente, de la pintura para, registrando esa fugacidad a la que en ocasiones permite acceder la técnica fotográfica, postreramente centrarse en analizar morosamente el instante capturado, de otro modo malogrado como tantos millones de momentos diarios. Y es que Bogdan, ay, es consciente de cómo se nos escapa la vida sin que prestemos atención a tantos magnos instantes, inmensos en su aparente insignificancia.
De lo anterior le brota a nuestro artista plástico ese prurito indagatorio tan idiosincrásico ya de su persona.
El día a día de Bogdan Ater es un subir peldaños hacia un mayor estadio de entendimiento. Sólo así puede vislumbrar el alma de los seres retratados. Es un taxidermista de trascendencias.
Sus fotografías se nos aparecen como sopladas por un halo de lúcida penumbra, por una difuminada espiritualidad que deja entrever esencias que nos invitasen a entrar en su sugestivo misterio.
Bogdan permanece situado en el umbral del hallazgo definitivo. Para él no existen días señalados, “ora et labora” en los terrenos de lo sublime en paralelo a otras muchas actividades altamente fatigosas, quizá sea ese saber que, al tiempo, escruta algo maravillador lo que lo mantiene en pie, en pos del descubrimiento… y (como decía aquél) que el golpe inspirador lo pille trabajando, dado que él tiene, como venimos afirmando, ese otro yo (artista) que no es celoso de su faceta menesterosa, sino que se adapta e implica de manera harto armónica en el aspecto más convencional del interfecto, si es que se puede atisbar convención alguna en Ater.