por Óscar López Ibarra
Un viaje nos implica siempre un equipaje, grande, pequeño, solo con lo puesto, varía según el itinerario o con la aventura. El viaje transcurre. Cuando regresamos, esa maleta vuelve distinta, siempre hay algo más, o algo menos, pero siempre distinta.
Ahí, en un espacio recubierto por una bolsa de papel se encuentran algunos souvenirs, apretujados, juntos el recuerdo dirigido a Beatriz, a Simón, a Yanis: un amasijo de recuerdos.
En otro espacio se encuentran las fotografías, ese arrebato de la mirada que tiende a poseer lo visto. Se encuentran ahí magníficas antigüedades, personas desconocidas u objetos que a nuestra vista, parecen no conectar con nada de lo que hayamos vivido antes; la fotografía, nuestro impulso de ver las cosas, es como ese espacio donde volcamos nuestra propia incomprensión. No lo sé de cierto.
Queda aún otro espacio, un hueco más o menos indefinido, una ausencia ocupada por algo, quizá ese lugar sea un remolinillo de viento, un murmullo o una nota. Hemos vaciado nuestras cosas y justo cuando sería posible ese murmullo es cuando cerramos la maleta.
Vuelves a encontrarte con los tuyos y te preguntan más o menos lo mismo:
¿Qué viste?
¿Qué te gustó?
¿Cómo es allá?
¿Conociste nuevas personas?
Y la comida ¿Qué tal?
Sin embargo, no siempre, o casi nunca, existe el¿qué escuchaste?,¿Cómo es el sonido de ese lugar?Mas fuerte aún¿cuál era tu sonido en ese lugar? Algo como esto no hace más que cimbrar el suelo en que habitamos, para pasar a una pregunta propia, una pregunta radical ¿qué sonido tenía yo? Y recuerdo nuevamente la maleta, la abro, ahí yace algo, algo no dicho, no expresado. Ahí falta aún algo, falta poner el oído atento y escuchar aquello que aún está por ponerle un nombre, ponerle notas, verterlas en esa clave musical que sólo yo puedo darles un lugar en el espacio y tiempo: componer su musicalidad.
Cierto, tarea confusa y ardua, porque –dirá Anthel- no hay “cartas marcadas ni ideas preconcebidas”. El sonido es en ese momento algo estridente, quizá amorfo, quizá inexistente, pero sabemos que lo hay. Basta con escuchar las dulces palabras del amigo para saber que escuchamos y nos hacemos escuchar, en armonía, entonces el sonido existe, pero ¿cómo vibrar y reconocer nuestro propio sonido, nuestra propia musicalidad? La orquesta interior hay que escucharla, pero como toda orquesta, cuando está a punto de comenzar, se escucha la afinación, el primer violín, la cuerda floja o muy tensa. Sonidos incipientes, pero sonidos que nos dan una proximidad y dirección por dónde comenzar: una escala musical.
Suena, escucha; suena, escucha ¿qué se escucha? ¿De dónde proviene y como seguirlo? ¿Cómo seguirlo? Este mismo que está aquí, pero ¿quién es ese que escucha? ¿Quién? La pregunta surge y vibra los oídos propios ¿quién? ¿Este “quien” como escucha? Acto difícil del “quien” por seguir sus propias notas ¿cómo acompasarse con la música si este quien escucha está siendo sólo un murmullo, una vibración? ¿Cómo ser musical? La respuesta de Anthel es su invitacióna escuchar, llevarnos por las notas musicales: ir afinando nuestra cuerda, como inicio de orquesta, para lograr esa armonía: del quien, con su propia música.
El vuelo al que nos invita Anthel es una aventura por el interior propio, de ese quien que quiere escucharse y dar forma a su música. Seguir la primera nota, una nota difusa llena de recuerdos, de personas, imágenes, amigos. Y es que ese volar no se hace en solitario, se lleva al amigo por este recorrido, un compañero, uno mismo. Escuchar, observar desde el ojo de pájaro, en su perspectiva, estar alerta. Volver a la raíz, abriendo paso a la sorpresa, ese sobresalto que rompe con la norma, con lo ya dicho. Meternos en la risa, tanta rigidez hace olvidar que se puede reír de cualquier cosa, que podemos vibrar como el agua, como la nota Do. Esa sorpresa es el origen de todo y de cada uno, nos dice Pan de Leche, amigo de vuelo de Anthel y Jos. La sorpresa es una de esas formas que sacude el polvo de nuestros oídos, de nuestra vista, del sentirse uno mismo. La vibración, musical, no cabe duda que estremece, como estremece el asombrarse ante lo nuevo; por ello se invita, dice el conductor de Anthel “Huid de las actitudes corrientes, comunes, lo que defino como el “estado de las fotocopias”.” Este vuelo interior conlleva sorpresa, pero también reconocimiento, porque se trata de alguien nuevo, pero alguien que siempre estuvo ahí: quizá fragmentado.
Esta lectura nos invita a ser exploradores, pero recordando que la ruta se va trazando, poco a poco en consonancia y con armonía. Nos recuerda que el viaje, el vuelo interior, es un recorrido donde no se toma apunte de parámetros o reglas, sino viviendo ese presente en el cual cada uno circula como un tic tac, como un latido, como esta composición de nuestra orquesta en la que estamos bailando: siempre presentes, siempre en actividad, como lo expresan los hermanos budistas, siempre en vibración, como expresan los dioses y guardianes de la pirámide del sol: otros de los compañeros de viaje de Anthel.
Este volar nos invita a un lenguaje, pensamiento y actitud en armonía consigo, con todos los otros, con el cosmos, el cual, al igual que nosotros, vibra: somos una sinfonía. Pero captar su vibración, es decir, sus notas musicales y transmitirlas no es nada fácil, porque de lo que se trata es de vivirlas, he ahí el reto y la ruta que nos plantea Anthel Blau. El narrador de la historia, al escuchar las notas ve la tarea fuerte incluso de transmitir lo que escucha, aunque vea en ello una dificultad, ya que no se trata de un objeto de estudio cualquiera, sino algo que es fundamental estudiar y sobre todo re-aprender: el sí mismo interior en su musicalidad. Nos expresa el narrador: “Sé que me quedo corto en la expresión de cómo lo sentimos cuando oímos la nota, pero al hacerlo desde aquí dejo fragmentos perdidos. Y es una lástima, porque deseo imprimir cada detalle, lograr la finura más exultante, la tonalidad perfecta. Pero esta es la realidad y debo asumirla.”
Volando los cielos interiores precisa un recorrido presente: siempre volando; nos invita a la escucha, al acompañamiento y al dejarse acompañar, por ello aprender es una clave importante que se vive y se escucha. Por ello, el vuelo trata de escucharlo todo: una composición que va por las aguas del budismo, por los elementos vitales, la raíz del propio ser en su estado armónico. En esta sintonía, Volando los cielos interiores nos recuerda también el viaje de la humanidad, el viaje que tenemos que hacer y que nos lleva a nuestra propia raíz, como comunidad.
Recomiendo a todos ustedes el viaje al que nos invita Anthel Blau, interesante punto de viaje, y no de vista, acerca de la melodía de la vida, como él mismo lo expresa. Además, se encuentra escrito de una manera prácticamente sonora, se deja llevar por sí mismo, una nota te lleva a la otra y cada una tiene múltiples tesituras… hasta el último compás.