por Héctor Martínez
En Ruiz Portella anida un espíritu contestatario, quiero decir, rebelde e inconformista. Revuelta está su cabeza contra la mentalidad de cirugía plástica, harto de recibir lecciones sobre qué decir, qué pensar, qué hacer, qué palabra usar… saben a lo que me refiero, a esa ingeniería social que desde ciertos Olimpos político-mediáticos teledirigen las costumbres y comportamientos del personal a través de una demagogia (y demagogía, que dijera Unamuno) tan descarada como torpe. Tan rebelde también como para dar un salto y pasarse a la gran narrativa con El escritor que mató a Hitler (Áltera, 2013). A bote pronto podemos decir que tenemos dos géneros de novela (o dos novelas que intersectan): por un lado, la que pisa con firmeza el terreno de la literatura distópica y esperpéntica; por otro, la que revisita la historia con la sombra del suspense y la intriga.
Portella toma por criterio el temporal y alterna entre un futuro nuestro que recoge el guante de obras como 1984 de Orwell, Brave New World de Huxley, y Farenheit 451 de Bradbury, sólo que situada en un imaginario-real 2048, y un pasado que nos retrotrae a ese conflictivo y convulso mundo de la primera mitad del s. XX. Las dos épocas, el mundo de 2048 y el de los 30 se intercalan y cobran unidad en la lectura que de las Memorias de Alexander von Hunterbrand y su historia de amor con la artista rusa Tamara Petrovich Kolakovna realizan su nieta Ilona y su partícipe afectivo-sexual, Julio Alberto.
El tino de Orwell le hizo concebir un futuro en el que la lengua, principal vehículo social como bien viera un tal Aristóteles, era la herramienta de una presión y configuración de la sociedad, desde el individuo hasta el grupo. Lemas, telepantallas, un Gran Hermano, todo dirigido a un control totalitario perfectamente disfrazado de sociedad perfecta que anule la intimidad, la libertad y el pensamiento. Todos ellos son elementos que Portella retoma literalmente en su novela para esa sociedad futura. Incluso el año 2048 sería un reconocimiento de la herencia orwelliana, una celebración del futuro centenario, pues bien sabemos que su 1984 no es sino la inversión de las últimas dos cifras del año de publicación, 1948.
Leer y guardar el viejo soporte de papel tampoco está muy bien visto en esta sociedad, como si fuera el mundo de aquel bombero Montag encargado de incendiar bibliotecas y realizar piras de libros, al más puro estilo de los barberos y bachilleres del universo cervantino, realidad de la inquisición, del nazismo y de toda forma que pretende el control absoluto político-social. En Portella los libros en papel son objetos obsoletos de museo; el resto, digitalizado, vendría a ser una montaña al año (mejor que prohibir, ocultar entre la cantidad, diríamos).
Ahora bien, pareciera que Portella conociera, y no me extrañaría, el discurso de Huxley de 1962 en la Universidad de Berkeley titulado The ultimate revolution. En éste fabuloso texto, Huxley emitía una cierta comparación entre su Brave New World y el 1984 de Orwell: «Si logras que las personas consientan el estado de cosas en el que viven, el estado de servidumbre como estado del bienestar (…) es más probable tener una sociedad más estable y duradera, mucho más fácil de controlar que confiando en clubes, pelotones de fusilamiento y campos de concentración. (…) En la medida en que los dictadores se vuelven más científicos, más preocupados por la perfección técnica, por el funcionamiento perfecto de la sociedad, estarán más y más interesados en la técnicas que yo imaginé y describí a partir de la realidad existente en Brave New World (…) 1984 se encuentra teñida del pasado y presente más inmediato que Orwell vivía, pero un pasado y un presente que no reflejan la tendencia más probable de lo que está por suceder». Huxley se refería a métodos de refinamiento real volcados sobre todo a la aceptación sumisa de la persona sometida induciendo lemas que voluntariamente se asumen dentro de un estado psicológico al que ha sido conducida dicha persona. No se trata de un totalitarismo físico, sino de un totalitarismo científico. Así, Portella como Orwell también proyecta un pasado y un presente inmediatos hacia 2048, no obstante según los métodos que Huxley anunciaba con visión profética a comienzos de los 60’s. Puedo afirmar entonces que El escritor que mató a Hitler posee los ladrillos de Orwell, pero fundamentalmente la argamasa es de Huxley, pues a éste último le da la razón (o es que, simplemente, la tenía).
En ese 2048 hay una neolengua, una lengua políticamente correcta, y leyes cuya injerencia en lo íntimo y la costumbre tienen por objetivo grandes ideales (así en toda sociedad perfecta) como, citemos algunos ejemplos, la eliminación de las diferencias de género. La sexualidad es un ámbito colectivo en follódromos totalmente higiénicos, como una recuperación de lo hippie y lo new age, con intolerancia alérgica extrema al arrumaco de toda la vida, a la pareja y al matrimonio, llamados ahora partícipes afectivo-sexuales (fálicos ellos, abiertas ellas). El turismo está perfectamente plastificado, fabricando réplicas de ciudades como París, donde el acelerado visitante pueda disfrutar del mismo modo sin molestar al ciudadano de a pie; todos uniformados con la vestimenta que los hace reconocibles como tales. La publicidad y las pantallas cuyo visionado es obligatorio, por ejemplo, en compañías free-cost (frente al low-cost), circundan al hombre por doquier. Hablamos de un hombre de sonrisa eterna en el rostro, incluso cuando enfrenta los abusivos controles aeroportuarios, con tacto rectal incluido. Todo es por su felicidad y seguridad, claro está, es la excusa. 2048 es, a todas luces, un mundo artificial y artificioso, de grandes monopolios, política conchabada, con una sabrosa expectativa de vida sin calidad, donde lo auténtico ha sucumbido a la belleza seductora de lo simplón, lo virtual y lo comercial, que tan felices parecen hacernos. ¿He escrito 2048? Ah, sí, es 2048, no me he equivocado, perdónenme el déjà vu.
La novela que nos cuenta la vida de 2048 es la parte de ácida crítica sin tapujos al presente de Ruiz Portella y nuestro, el hilo distópico de un mundo que orgullosamente creyó vencer a las dictaduras más francas para hacerlas, simplemente, más disimuladas. Éste es el engarce perfecto para intercalar la otra novela, la que nos vuelve la mirada al alzamiento nazi y a los totalitarismos de cuya derrota, dicen, nacen las llamadas democracias occidentales. Como leitmotiv, a mitad de la novela afirma —y pudieran ser palabras del autor más que del personaje— Alexander von Hunterbrand «No se trata en absoluto de contemplar el pasado de la forma ciega, casi servil, con que los reaccionarios lo miran y reverencian. Sé y asumo que todos los tiempos, por heroicos y hermosos que hayan sido, también fueron… profundamente atroces, la verdad (…) nada somos fuera del tiempo. Nada somos sin el pasado que nos hace y sin el futuro que…».
Esta declaración justifica la novela misma, la proyección de nuestra contemporaneidad y la regresión al ayer, el desplazamiento por la circularidad del tiempo que lleva a tocarse a los extremos, lo que permite que leamos otra novela, la de los años 30 y el incipiente y creciente nazismo.
Entre las posibles teorías heterodoxas sobre Adolf Hitler, que si en verdad escapó y vivió en la Pampa, que si el misticismo extraterrestre o que si tenía ascendencia judía, Portella se decanta como motto por esta última. Unas cartas en poder del díscolo sobrino de Adolf, aquellas con las que trató de extorsionarlo, parecen demostrar la herencia de sangre judía del líder del nazismo. A través de la indagación de Hunterbrand y de la pintora Tamara, recorremos el periplo del que llaman “Hitlerito”, por Reino Unido, Estados Unidos o Múnich, con el objeto de poder derrocar a tan nefasto personaje desde su propia ideología. No son, desde luego, los únicos que buscan dichas cartas. Los propios nazis, las agencias de inteligencia, y ellos, la Revolución Conservadora.
En esta parte de la novela, el Portella historiador pone en primer plano las circunstancias de una Alemania que no puede ser reducida sólo a comunistas y nazis. La agitación de los años 30, con el caldo de cultivo de la Primera Gran Guerra, generó múltiples reacciones de distinto signo como la Revolución Conservadora, especie de paso intermedio nacido desde la academia y la intelectualidad, un nacionalismo más convencido y menos extremo, menos racista y violento que el postulado en los discursos de Hitler. Edgar Jung, hecho personaje en la novela, expresa las líneas generales: «Mi amigo pretendía que sí, vale, de acuerdo, ya sabemos, Alexander, lo que son los nazis, pero tampoco exageres, oye. Sabes muy bien hasta qué punto los detesto, pero reconoce que no son lo mismo. Por bestias que sean, jamás llegarían los nazis a cometer atrocidades como las de los comunistas», aunque las críticas al nazismo también llegan: «Qué quieres que me haya parecido ese materialismo barato, esa demagogia burda, toda esa cosa tan profundamente ramplona y vulgar». Existía una honda preocupación dentro de la propia Alemania acerca del ascenso de alguien como Adolf Hitler, sobre su discipulado, los métodos de sus SA (y contra sus SA como la Nacht der langen Messer), las masas que congregaba bajo lemas que exaltaban la emoción y el fanatismo.
Ambos relatos, el mundo de 2048 y la intrigante trama de los años 30, se desarrollan con narrador protagonista en primera persona con un continuo uso de estilo indirecto libre de diálogos que se insertan dentro de la propia narración, en ocasiones anodinos, lo que aporta la naturalidad de una conversación, para, de pronto, surgir acentuadas las intervenciones que más interesan al autor para el hilo y la contextualización argumental. Las descripciones elaboradas son cuidadosas y ricas en matices y detalles, como las que realiza de la Villa Kérylos al comienzo de la novela y el encuentro de Alexander von Hunterbarnd y Tamara en su patio.
Detalle a destacar es la mencionada y entretenida sátira de las consecuencias de la fiebre de lo políticamente correcto que lleva a cabo en la caracterización de la España de 2048 (llamado entonces Estepaís) como espejo deformador (como el de Max Estrella) de la España de 2013, donde siguen los de siempre, los de ahora, gobernando una mayor catástrofe de nación. Ignoro si será la pretensión de Portella, pero puestos en paralelo, 2048 me resulta una grosera caricatura de los siniestros y totalitarios años 30, que exige algún tipo de revolución contra la insensatez.
En definitiva, El escritor que mató a Hitler mezcla la ficción distópica, el sarcasmo esperpéntico con el relato histórico, la intriga y el romance, incentivando en el lector una reflexión sobre el acontecer ininterrumpido pasado-presente o, a lo menos, una entretenida lectura, aunque nada inocente ni gratuita.