Fuente imagen: Hevel Niram
Por Fabianni Belemuski
Acabada ya la historia del siglo XX, acabada, o a punto de acabarse, tal como lo había predicho Fukuyama, la historia de la humanidad, el hombre ha entrado en una pendiente cuyo punto final es – paradójicamente – su completa deshumanización. El fin del hombre, dijo Foucault, el fin del hombre histórico, me atrevería a pronunciar yo, el fin del hombre que cuenta, que memoriza, que acontece en el mundo de un modo digno de contar, mágico, y el paso al homo natura, una creación tecnológica artificial, consecuencia horrorosa pero inevitable del desarrollo económico-tecnológico: bienvenido cuerpo sin órganos1. Consecuencia del capital, de este sistema bondadoso cuyo saber principal ha sido excitar el deseo en vista del consumo posterior, invirtiendo el actuar existencial en producción: producción desenfrenada y consumo, creación de necesidad y consumo, producción de producción, producción y consumo esquizoides.
Nos hemos vuelto locos y no lo sabemos. No podemos ver la locura disfrazada en el bienestar, porque el capital golpea en nuestro punto más débil: el deseo. Por fin un sistema invencible que ha conseguido adaptarse y readaptarse, indiferentemente de las penurias, crisis que ha tenido que vencer, produciendo más, legislando más, adaptando más aquellos códigos que se salían de sus esquemas, engullendo, en fin, como una bestia insaciable. En el capital todo cabe, incluso aquello que lo desprecia y lo critica. Es magnífico, magnífico en su horror indescriptible y su trasfondo es sutil, invisible pero innegable.
El mercado no es el enemigo y el mercado no es ningún “diabólico gobierno” que rige al mundo desde la sombra. El mercado es un cáncer del que siempre el hombre ha padecido, porque estaba inscrito en su código genético: el mercado, por muy complejo que sea y enredado, tiene como base algo tan simple como el deseo. Por aquí todos estamos en competición directa y queremos ganar, vencer, lograr, tener, poseer, ser reconocidos, queremos maximizar beneficios. Una vez liberado el deseo se ha desencadenado la crisis final, crisis de crisis. Una crisis es un problema del que se sale, siempre hay una salida, un camino que tomar, aun cuando no estamos del todo convencidos, pero se intenta y finalmente tras análisis, investigaciones e interpretaciones se encuentra una solución. Puede que la solución no resuelva la crisis, pero el parche tapará el agujero de sentido por el que el orden ha estallado. Pero la crisis de crisis es el abandono del sentido, no ya la búsqueda insaciable del sentido infinito que dominaba a las generaciones anteriores: ¿todavía se pueden imaginar jóvenes militantes por una ideología? ¿Hay algo nuevo después de las crisis socialistas y liberales? ¿Cuántos están comprometidos con el ecologismo y por qué nos importa tan poco si de verdad sabemos que este planeta que habitamos, y no otro, se va a la deriva? Es el abandono del sentido, la apatía como consecuencia infame, no predicha, no antes vislumbrada, imposible de anticipar, del bienestar, del mercado, en pleno proceso de mundialización.
No hay culpables en esta crisis de crisis.
No hay que emborracharse d interpretosis, mi visión no es profética ni apocalíptica. Es más bien una nostalgia que mana de la situación que nos ha tocado vivir. ¿Dónde están la poesía, el romanticismo, la fe en la vida, la alegría, la lucha de clases? Han muerto, me responderán, – condenándome a la vez – porque siempre mueren para dejar paso a la evolución venidera. Y yo estoy de acuerdo: por fin el hombre se está haciendo mayor. Atrás quedan las travesuras, incluso los nihilismos infantiles. Ahora, la humanidad deshumanizada, el homo natura reducido a una cuestión bioquímica se ha hecho mayor. Ningún milagro por vivir, ninguna leyenda que contar, en nombre de un cientifismo que no nos salvará. El olvido que nos afecta de tristeza, como diría Spinoza, se está instalando hasta que encontremos nuevamente la alegría de vivir: ¿será suficiente la vida por la vida? ¿Es suficiente su sentido inmanente? El olvido de Om mani padne, de nuestro Allah ill`allah, de nuestro Shema Israel, un terremoto, una sacudida de la que pronto despertaremos, desnudos, entendiendo por primera vez cómo se sintió Adán.
Un arte de vestigios
En este contexto la comprensión del arte se nos revela con más precisión que nunca. Adán, desnudo, echado otra vez del Edén mundano que Dios le había dado. Este Edén corrupto que ha perdido la huella divina ya no es el lugar que Adán pueda habitar, no lo es, porque la ropa que le cubría no quiere más cumplir su función de tapar la desnudez, porque ninguna prenda del mundo puede ya tapar la desnudez que llega, la venida de la desolación de la nada con todo su poderío de nada. Dios envolvió al hombre en leyendas y mitos y ahora, desmitificado, el hombre se redescubre, ahora cuando ya no queda nada que descubrir. Desnudez, una desnudez no estática, una desnudez que se ausenta pero que es, una desnudez que ha perdido el pudor y se muestra en toda su vulgaridad de desnudez miserable y en cuanto nos acercamos a ella para comprenderla, se nos escapa. No porque quiera evadirse a ninguna parte sino porque simplemente no es. ¿Con qué ropa vestirá Dios al hombre a partir de ahora? ¿Qué tipo de ropa puede vestir al hombre que ha dejado de ser hombre, mito, milagro, trueno y relámpago celestial, substancia divina? Doloroso abrir de ojos para ver infinitamente mejor ahora que antes, para conocer el bien y el mal. La serpiente tenía razón: ahora y solamente ahora somos como Dios, conocemos el bien y el mal y el mal de males, el mal espantoso es el corazón vacío del hombre, su ser construido sobre andamios, una falta, ausencias sobre ausencias, la nada pensante, impersonal complejo, ya nunca mito, ya nunca héroe ni leyenda.
El arte, tan cambiante, tan adaptativo a su época, siempre quiso lo mismo. Hay algo común en su mensaje, algo que se presenta y que se escapa al mismo tiempo, indecible pero imposible de negar: el arte siempre presentaba algo impresentable, el arte expresaba algo inexpresable, decía algo indecible y lo pronunciaba desde el anhelo de la nada y eso es un milagro. El arte hablaba del anhelo de ser divino, eterno, sempiterno, del deseo infinito de sentido y no lo supimos asimilar. Ahora el arte habla de lo mismo pero desde el dolor ruinoso de haber descubierto y empezado a asimilar que el hombre y la cosa, la vida y la no vida, son lo mismo, átomos organizados de distintas maneras para dar distintas apariencias. ¡No hay sustancia en la conciencia y el arte lo sabía y lo gritaba!
El arte siempre ha sido humo sin fuego, vestigio, ruina, huella de algo que nunca existió. El arte que venía de dentro aproximándose infinitamente mejor que las palabras a lo que podemos pensar que es la verdad. El vestigio es la huella de un paso que se da: nunca sabemos cuándo ocurre el paso, porque apenas lo damos y es pasado, pero no podemos dudar de que lo hemos dado. No podemos decir que el paso tenga lugar, el paso es su propio vestigio. El arte es siempre su propio vestigio. Es lo que queda después del paso, del paso de la idea, de la influencia, del anhelo.
Cuando Hevel Niram inunda la cabeza de Saramago, o de José Preto, cuando presenta un mundo en ruinas de Dostoievski, simplemente da rienda suelta a la expresión vestigial del alma, el hombre arruinado – siempre ha sido así – el hombre que se había erigido sobre la nada, sobre una estructura ausente, sobre una falta anímica que acusaba. En el cuadro expuesto ¡la nada se expresa a través del arte y llega a la tela en forma de llanto! – nuevamente, siempre ha sido así. Lo ausente que se expresa, mostrándose como vestigio de su propio paso, de su falta. En el arte se presenta lo que generalmente se sustrae al saber. En el arte hay alma, aun cuando el alma no existe: ¡milagro! ¿Pero cómo puede ser?
Un cuadro expuesto nunca es un cuadro acabado y los artistas lo saben, siempre le falta algo para que sea perfecto, o, aun cuando es perfecto, pasado el tiempo vuelve a acusar una falta, pero lo que no saben los artistas es que al cuadro no le faltaba color o una pincelada aquí y allá sino que siempre, al cuadro le falta la perfección estática, cuando en realidad, la perfección ha sido siempre, movimiento. El arte está en movimiento y es un paso, un suspiro, una sombra presente sin objeto que la proyecte mediante la luz. De nuevo, ¿cómo puede ser posible? La comprensión estética que utilizamos para adentrarnos en la obra de arte debiera ser la prevaleciente en todos los ámbitos de actuación. Al activar la comprensión estética activamos en nosotros mediante la imaginación el sentimiento de lo sublime.
Estar delante de la obra de arte es asomarse a lo sublime. El cuadro expuesto es materia, es lo sublime, el verbo hecho carne y al verlo así, aun constituido sobre su propia falta, no nos asusta: porque el cuadro también nos produce placer y excita el gusto. Así encubre el arte su procedencia de otro mundo.
Al acariciar lo sublime con el pensamiento nos asomamos a la grandeza que, por no poder abarcarla nos da nauseas. Frente a frente con la grandeza incomprensible e inabarcable tenemos miedo a perdernos, a unirnos con el todo y al mismo tiempo dejar de decir: yo soy, yo pienso. Es el horror sublime. Al hombre, a este universo impersonal en miniatura que se piensa a sí mismo, “el gusto le promete una vida bella, lo sublime le amenaza de desaparición”2.
1 Cuerpo sin órganos – metáfora utilizada por Deleuze y Guattari en El Antiedipo para designar el cuerpo que corta el flujo de la producción.
2 Lyotard – Leçons sur l´analitique du sublime, Galilée, Paris, 1991.