Fuente imagen: dominikmerschgallery.com
por Fabianni Belemuski
Me he tomado la libertad de parafrasear la conocida fórmula de Jean Baudrillard, “evento sin consecuencias” que el filósofo francés utiliza en Las estrategias fatales para referirme también al desenvolvimiento del arte contemporáneo. Creo que el concepto ilustra adecuadamente un arte para nada original, pero no puedo dejar de pensar en una frase de Jed Martin, protagonista de la novela El mapa y el territorio de Michel Houellebecq quien concluye irrevocablemente después de poner fin a su obra artística, a la creación: “llega un momento en la vida en el que parece que ya está todo dicho”.
En este sentido, las palabras llevadas al extremo, al tres punto cero de la comunicación y al más allá, a la información instantánea de una realidad aumentada, por lo tanto ficticia, dejan de emitir significados capaces de transcender la banalidad de un diálogo coloquial. Las palabras muertas son las palabras que ya no pretenden describir nada consistentemente, con criterio.
Cuando todo deja de tener importancia para devenir, silenciosamente, superfluo, para morir luego bajo el yugo pesado de la razón que ya no puede enfrentarse a su fracaso monumental, cuando todo aminora su marcha, su razón de ser, adormeciéndose plácidamente bajo el efecto del veneno de una fe tecnológica tan absurda como la creencia en el ratoncito Pérez, fe que pretende eludir la muerte, dosificarla, suavizarla, lúdicamente dejar de contemplarla, cuando las luces de la historia se apagan en el derrumbe presentido y profetizado de su punto terminus, las palabras se muestran desnudas, irrelevantes para la descripción, innecesarias sobre todo.
Nadie sabría decir si habría palabras más adecuadas que las de la presentadora del telediario de noche transmitiendo la ejecución en directo de unos terroristas, o de las víctimas de los terroristas. Pero, puesto que ya no causan nada en los telespectadores, por su repetición, por su periodicidad aburrida, tenemos derecho a preguntarnos de qué forma se tendría que contar un acontecimiento para interferir mínimamente en los espectadores.
Ahora bien, parece ser que ya está todo dicho sobre todo. Sobre el arte más que nunca. Y si todavía hay genialidad a la antigua, protesta apasionada hasta el frenesí, hasta el pecado capital, entonces esa genialidad no sale en los periódicos. El mismo aire que desprenden las tiendas de Zara o Springfield, aire vacío de contenido, casi virtual, que invita al no pensamiento como forma de ser, que no permite el recuerdo legendario, sino que todo lo iguala bajo el control total de la música lounge, o minimalista, se respira también en la contemplación de la obra artística. Ya nunca en su punto de equilibrio, el arte está en los extremos, colgando entre la sobrevaloración y la infravaloración.
Esto ocurre porque ya no hay opinión unívoca sobre él, criticarlo está en manos de todos, hay arte para rato y hasta en la sopa. ¿Quién podría negar que diez platos sucios de sopa, colocados uno encima de otro en la cocina de un restaurante japonés anónimo de una ciudad sin nombre – circunstancia capturada en un fotograma – no es arte?
Cualquier palabra, cualquier juicio de valor, no se vería puesto en entredicho a la hora de explicar cualquier obra artística. El arte no es grafía de la revolución ideológica, o signo y trayectoria de la tradición cristiana. El arte rehúsa comprometerse con las tendencias, con las corrientes, con la opinión pública, con los partidos políticos y precisamente por ello se une al curso general del mundo. El arte ha perdido el poder de estar en contra, o a favor, el poder de significar algo.
Al contemplar las tiendas de Zara en su versión Home, en el caso de la presentación de dormitorios o salones, no podríamos imaginarnos a una familia corriente habitándolos. Son espacios etéreos, en los que no cabe nadie, ni ricos, ni pobres. Son espacios virtuales que invitan al silencio de los sentidos y a la aceptación de la seducción de las máquinas, en un futuro improbable poblado por Facebook, porno, series y documentales, pantallas, tablets, gadgets, smartphones, laptops, mp3, pendrives, tarjetas, etc. La atracción de la muerte de lo humano es grande. Por fin, la muerte vencida, vencida desde dentro, la muerte que no podría observarse en su magnitud.
Al contemplar las obras de la exposición organizada entre enero y abril del 2012 por el Centro Artístico 2 de mayo, por poner solamente un ejemplo, se percibe el mismo ambiente que se respira a la entrada en Zara Home, Zara, Springfield, H&M, Bershka, Stradivarius, Blanco, Pull and Bear y otros espacios del consumo capitalista. Y eso, a pesar de la muerte de los sentimientos, es triste, tristísimo, desolador.
Gregor Schneider, Günter Förg, Aernut Mik, Sara Ramo, Iván Argote, Teresa Solar Abboud, son solamente algunos nombres de los que expondrán durante enero, marzo y abril en CA2M, contribuyendo con su crítica suave o exaltación inocente de lo real a la placidez tibia del sentir humano. Asistimos al derrumbe total de los edificios monumentales y nos hundimos, desde el arte expuesto obscenamente desnudo en el Caixa Forum, el CA2M y todas las demás salas de exposición. El arte como cómplice de todo esto, el arte mutilado, mutante, un enfermo terminal enchufado a las máquinas que lo alimentan artificialmente.
En el contexto de prisión global en el que nos encontramos, más allá de la retórica conspiracionista y paranoide que todavía divide el mundo entre gobernantes y gobernados, todos somos los presos de la ficción creada virtualmente y cuyo control no está ya al alcance de personas sino de conjuntos anónimos del poder versátil que se traslada de un lado al otro, ocupándolo todo.
No tenemos los medios de protesta necesarios para reclamar y a falta de medios y por encima de todo, la apatía vence en todos los lados, impidiendo cualquier deseo serio de cambio, no en su desarrollo sino en su posibilidad. Potencialmente todos somos libres de vivir la vida según las propias reglas, potencialmente todos somos Frank Sinatra cantando I did it my way, pero la atracción de la tecnología es tan grande como la gravedad. Es cuando somos conscientes del desvanecimiento de la ilusión de la libertad pero no nos importa. Nos apuntamos al sueño colectivo, al delirio masivo de los bits, que lo inundan todo. El centro de todos nosotros, el alma cuántica, eléctrica, está fatalmente fascinado, hipnotizado por el poder de la comunicación irreal que mana desde la pantalla de cuatro pulgadas del Samsung Galaxy SII, o del Iphone 4.
Y frente al espectáculo, a la realidad indiferente que se extiende hasta alcanzar sus propios límites, no hay posición que valga. La sociedad como espectáculo no está allá fuera sino dentro de nosotros, implantada como un chip sin ubicación, disuelto en todas las células.
El arte perdió su excepcionalidad. Al no poder reclamar el territorio sagrado al que antes pertenecía, cuando el pintor era el genio creador, el arte se instala en la vorágine misma de las cosas y no puede ser el contrapeso, la alternativa irreal para confrontarse con el mundo real: “El arte se ha vuelto iconoclasta. La iconoclasia moderna no consiste en destruir imágenes sino en manufacturar una profusión de imágenes en las que no hay nada que ver”, afirma Baudrillard. Henri Michaux creía que el artista era aquel que se resistía al impulso fundamental de no dejar rastro, pero el arte contemporáneo contradice a Michaux, dedicándose a producir, reproducir y reordenar imágenes que no dejan huella. Estamos dentro de la estética sin repercusiones y cualquier protesta artística al margen de la tendencia dominante “no es más que una simulación de desobediencia producida por el código dominante”, decía Francisco Carballo en el prólogo a Baudrillard, de Juan Pablo Córdoba Elías. Así las cosas, no podemos más que seguir buscando el arte fiel a otros criterios estéticos y contemplarlo sabiendo de antemano que no tendrá ninguna oportunidad.
Fotografías: Gregor Schneider, instalación Bondi Beach, 2007