Columna de Nelson

por Jorge Gili Ruiz

No es lo mismo ser héroe aquí o allá. Como le vaya a uno después de muerto en los libros de texto, aprobados por el ministro que le toque, o en la memoria popular depende, y mucho, de en qué comisaria le hayan dado el pasaporte a uno. Si es en alguna de Scotland Yard, o donde carajo lo hagan los british, pues uno tiene mucho ganado. Ahora, si se lo sella la policía nacional en cualquier barrio de cualquier ciudad española, va usted dado hasta el día del juicio final, y eso si no lo mancillan unos cuantos cantamañanas arrogantes y casposos que se creen con el derecho exclusivo de juzgar a aquellos que trataron de hacer algo grande por este país que llamamos España y que por desgracia en la que también vive, que no convive, esa panda de desaforados vociferantes exaltados.

Para muestra, un botón. O dos. Uno de la guerrea de un militar y marino inglés, Sir Horatio Nelson, y otro de un homólogo español: Blas de Lezo, a secas.

Al inglés, justamente reconocido por sus compatriotas, le colmaron de honores y reconocimientos, le dieron títulos nobiliarios, y si había que inventar uno exprofeso para la ocasión, pues ni lo dudaron, oiga. De ahí que fuera don Horatio el primer vizconde de Nelson, ahí es nada. Tampoco ahorraron esfuerzos en otorgarle el primer ducado de Bronté, o reconocerle como caballero comendador de la Orden del Baño y caballero gran cruz  de la orden de San Fernando y el Mérito. No contentos con ello, van y le ponen una alta y vistosa columna coronándola con su estatua en una de las principales plazas londinenses: la de Trafalgar, como regocijándose de la leña que nos dieron allá por octubre de mil ochocientos cinco, la semana pasada como quien dice.

Lo cierto es que méritos al aguerrido marino inglés no le faltan: participó en la guerra de la independencia americana, surcó infinidad de veces las aguas del caribe tratando de meter el dedo en el ojo  a los tranquilos marinos españoles que por allí se paseaban con las bodegas cargadas de riquezas y materias primas rumbo a la península, en cabo San Vicente estuvo a punto de birlarnos el mayor navío de guerra que por entonces surcaba los mares: el Santísima Trinidad, con sus cuatro puentes y ciento treinta y seis cañones dándole los buenos días, o el good morning que para el caso suena igual, y eso desobedeciendo a su almirante y metiéndose en mitad de un tinglado de cañonazos a toca penoles. Casi nada. Más tarde y con los mismos atributos, intentó desembarcar con sus amigos en Tenerife, a eso de las cinco para tomar el té y quedarse con la isla, pero en esta ocasión tuvo que dar media vuelta con el rabo entre las piernas y encargar que le ajustaran la manga derecha de la guerrera ya que se dejó el brazo del codo para abajo en el intento. Gajes del oficio.

Su gran victoria vino años después. Harto de jugar al gato y al ratón con la armada combinada hispano francesa, los encerró en el puerto de Cádiz para que no estuvieran incordiando en mitad del mar, ya ve usted que cosas. Tuvo la fortuna de que Napoleón, un tanto cabreado con el apocado Villeneuve, que por entonces ejercía el mando supremo de la combinada de Cádiz, ordenó su destitución. Viéndolas venir, Villeneuve decidió hacerse a la mar con los treinta y tres navíos de línea dispuestos, o a medias, para el combate que pudo reunir y aparejar. Que les voy a contar. Con semejante personaje al mando, ordenando maniobras a todas luces equivocadas, cabreando a su vez a todos los oficiales de la armada española que a punto estuvieron de armarle un motín antes de zarpar, se lo puso en bandeja al experimentado inglés. Nos dieron la del pulpo, y claro, Nelson fue declarado héroe nacional. Hasta su barco, el Victory, lo pueden ver hoy amarrado en el Thames, eso sí, un poco restaurado que quedó con más agujeros que un queso de gruyere. En ese mismo barco y tras la batalla de Trafalgar, repatriaron el cadáver de don Horatio dentro de un barril de coñac para conservarlo durante la travesía. Hasta para eso son distintos, ya ve. Sus funerales y honras fúnebres fueron multitudinarios, y lo enterraron donde reposan un gran número de ilustres de la sociedad británica: en la catedral de San Pablo. Lo dicho, un héroe en toda regla de los pies a la cabeza.

Les hablaba, por comparación, del botón de otra guerrera: la del español don Blas de Lezo,  gran marino, de los buenos de verdad, como tantos ha dado esta tierra: los Gaztañeta, Jorge Juan, Churruca, Barceló, Gravina, por citar algunos. Don Blas pasó más de media vida en el mar, jugándose el tipo en cada combate en los que tuvo la mala idea de pasear su palmito, y digo mala idea porque al pobre lo desfiguraron enseguida, con lo que su palmito ya no era tan agraciado: contaba solo con veinticinco años cuando ya lo apodaban mediohombre tras dejarse un ojo, un brazo y una pierna en las tablazones de cubierta del barco en cuestión en que navegase.

Como al inglés, méritos no le faltan: participó en el bloqueo de Barcelona en la guerra de sucesión en el bando de los borbones, limpió de piratas y corsarios el Mar del Sur para que las riquezas del virreinato del Perú alcanzasen Portobello sin malos encontronazos, recobró una deuda histórica que los genoveses tenían con la corona española, y que se choteaban del guindilla que en cada ocasión acudía a cobrarla, con un argumento simple: o pagas o arraso la ciudad. Ya ve usted, pagaron. Más tarde se bajó al moro dando cobertura naval a fuerzas de desembarco en Orán para que desde allí dejasen de dar la lata con tanta piratería y tanta monserga, poniendo orden en el estado de revista de los barcos, es decir, los nuestros escupiendo fuego y los de los berberiscos haciendo glu glu glu.

Pero su mayor victoria, y póstuma, igualito que el inglés, vino después. En Cartagena de Indias, donde se esperaba la mayor flota naval que nadie ha puesto en el mar hasta Normandía. Ciento ochenta buques ingleses con más de treinta mil hombres a bordo trataron de tomar la plaza defendida por seis navíos de línea y apenas tres mil hombres de guarnición y dotación de los buques. La potencia de fuego también era desproporcionada a favor de los invasores. Pan comido, se dijo el almirante Vernon al ver el panorama: “manden mensaje a Londres de que esto está resuelto y de camino me acuñan unas monedas conmemorando mi victoria”. Pero no contaba con el mediohombre, a pesar de que el inglés tenía a su favor al inepto virrey Sebastián de Eslava y su mezquindad. En fin, para no entretenerme en batallitas, los ingleses salieron escaldados del asunto, recibiendo la mayor derrota de su historia naval que supieron acallar muy bien. Casi tanto o más con que los españoles reconocieron los méritos de don Blas de Lezo, negándole honores, despojándolo del mando y degradándolo por las envidias y diferencias que mantuvo con Eslava durante los combates, que a la postre le costaron la vida al marino. Su entierro, al contrario del de Sir Horatio Nelson, fue tan discreto que incluso hoy hay dudas de donde yace su mutilado cuerpo, algunas fuentes apuntan al convento de San Francisco, otras al de Santo Domingo, ambos en la ciudad colombiana.

No recibió reconocimiento alguno por sus actos heroicos, salvando una de las plazas más importantes del Caribe español, no le dieron título nobiliario alguno, vilipendiado por sus contemporáneos, tan solo su familia gozó de algún reconocimiento muy posterior: casi veinte años después de su muerte, Carlos III nombró a su hijo Marqués de Ovieco, pero en vida de Lezo, sus méritos solo le acreditaron para obtener del Cabildo Municipal del Puerto de Santa de María una toma de agua para su vivienda donde le esperaba eternamente su familia. Ya ve, agua corriente, que ironía con tanta agua, por obra y gracia del ayuntamiento.

Lo que les decía al principio, no es lo mismo ser héroe en un sitio que en otro, depende del sello del pasaporte. Trafalgar Square es lugar de reunión popular londinense, con su columna de Nelson en el centro, su Victory amarrado en lugar preferente de su rio; y aquí, tan solo desde dos mil catorce, una pequeña estatua de Lezo en el paseo de Canalejas de Cádiz y otra, por suscripción popular, ¿o inocentemente creían que había sido iniciativa de la administración?, en los jardines del descubrimiento de la plaza de Colon de Madrid, y encima, algunos casposos ayuntamientos catalanes exigen su retirada.

Con tal boato que le damos a nuestros héroes, no me extrañaría que Daoiz y Velarde estén con las mosca detrás de la oreja vaya a ser que les bajemos del pedestal.


Jorge Gili Ruiz nace en Madrid en 1970. Desde joven ha tenido una relación con el mundo de la literatura que le empuja a cursar un año de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Abandona esos estudios por su otra gran pasión: los números. Se licencia en Ciencias Económicas en la Universidad Carlos III de Madrid y más tarde obtiene un máster en Auditoría de Cuentas en la Universidad San Pablo-CEU.

Ha desarrollado su carrera profesional en el mundo de la banca, intercalándola con su gran afición a la literatura lo que le lleva a escribir artículos de actualidad con un toque periodístico, publicadas en español y en inglés en revistas españolas y extranjeras.

Gran aficionado a todo lo relacionado con el mar, es un apasionado de la historia naval española de los siglos XVIII y principios del XIX, lo que le ha llevado a emprender un nuevo proyecto literario centrado en uno de los grandes héroes de la historia naval de España: Don Blas de Lezo y Olavarrieta.