por Eva D.
“En el idioma armenio Harutiun significa resurrección. Tal vez algún día, quien sabe…” (Libro de los Susurros, página 21)
Si es verdad que ha de tenerse un buen motivo para vivir más que Jesucristo en este mundo (como decía el abuelo Garabet Vosganian), entonces “El Libro de los Susurros” es, sin duda alguna, la justificación que Varujan Vosganian podrá ofrecer a Dios. Si Vosganian hubiera escrito todos los libros de la Tierra, pero no “El Libro de los Susurros”, no le habría servido de nada, como tampoco le habría ayudado en nada frente al Juez celeste. Semejante a los escritos evangélicos, “El Libro de los Susurros” no ha sido, a pesar de todo, escrito por Vosganian, sino recibido, como presente o castigo. El niño-viejo, el niño-testigo, el niño que no ha podido olvidar, creció escuchando en el interior de su alma la voz del abuelo Garabet. Creció sabiendo que él habría de cumplir con un deber y una misión. El destino de Vosganian, primero como ser humano, y después como escritor, está y estará irremediablemente conectado a este “Libro de los Susurros”.
Cómo será crecer y adentrase en los años, me pregunto, a sabiendas de que uno tiene que escribir un Libro, desesperado por no haberlo comenzado aún, viendo pasar el tiempo, sin poder descansar por las noches a causa de no haber consumado el destino. Cómo será, me pregunto, sentir el terror ante la muerte, tal vez sin haber cumplido con el deber, o el miedo ante la ausencia de las palabras justas que den voz al horror. ¿Cómo será vivir, día tras día, noche tras noche, escuchando la voz de la sangre, imposible de acallar, esa voz herida que uno tiene que vengar mediante letras? ¿Cómo será despertar en la noche, empapado en sudor, porque, igual que un héroe del “Libro de los Susurros”, como hijo no le ha sido posible enterrar a su padre (héroe que, enloquecido por el pavor de dejar a su padre sin entierro, permaneció semanas en el desierto, dando sepultura a los cadáveres descompuestos y arrojados a las márgenes de los caminos, con la esperanza de que uno de ellos, quizás el de hoy, tal vez el del siguiente día, pudiera ser el de su padre)? Una pesada cruz, sobre los delicados e inocentes hombros de un pequeño, aunque se tratara de un niño viejo. (“Déjalo, decía el abuelo Garabet. No es un niño como los otros. Es un niño viejo de días.”) El “Libro de los Susurros”, aunque “escrito” tiempo ha, empezado hace más de un siglo, no ha surgido de la noche a la mañana de una imprenta, en el año 2009. Lo que se puede intuir en el fondo de sus 521 páginas es el tormento de un hombre consciente de que tiene que escribir un Libro. Solamente podemos sospechar, año tras año y noche tras noche, cómo las hojas del “Libro de los Susurros” han ido multiplicándose, cómo, meticulosa y tenazmente, el autor ha unido con precisión y con escrupulosidad obsesiva, nombre tras nombre, vida tras vida, detalle tras detalle. Muchos de los nombres recogidos en el libro no llegan siquiera a ser esbozados como personajes, pero existen, en listas y enumeraciones, para recordar siempre quiénes los han llevado. Detrás del “Libro de los Susurros”, se esconde un esfuerzo terrible, y el resultado es una enorme monumento, cargado de nombres, fechas, personas. Lo que más sobresale de la forma en que está concebido el “Libro de los Susurros” es el esfuerzo persistente e infatigable. No es un libro fácil que brote de la leve danza de la pluma, sino que es un libro para cuya creación hasta los más olvidados nombres han sido buscados en los cajones de la memoria con una obstinación casi enfermiza, con furia y con una minuciosidad fuera de lo común, con la pasión de un hombre que ama su cementerio por la simple razón de que es suyo (“el cementerio armenio de Focsani era diferente de todos los otros. Primero, porque era mío.”) ¿Acaso hay otra razón por la cual amamos a nuestra madre, al hermano, o a la mujer? La terquedad del niño que ama su juguete precisamente porque es suyo y no de otro, es lo único que explica nuestro amar. La terrible responsabilidad de Vosganian con sus muertos le ha llevado a la composición de una obra única que marca, no solamente la historia cultural de los armenios, sino también toda la literatura rumana.
En el artículo “Distinguished by the dead” publicado en el prestigioso periódico israelí Ha’aretz, la profesora Riri Sylvia Manor, Presidente de la Asociación de los Escritores Israelís-Rumanos, define el “Libro de los Susurros” como la mejor novela de la literatura rumana: “nadie esperaba que Varujan Vosganian escribiera la mejor novela de la literatura rumana. Él había sido, en cambio, el ministro de finanzas hasta hace poco. Es economista y matemático de profesión, un orador talentoso, un intelectual brillante, Presidente de la Unión de los Armenios de Rumanía y Vice-Presidente de la Unión de los Escritores”, y creo que el tiempo sólo traerá la confirmación de esta profecía.” ¿No es éste el libro del que hablaba el poeta Tudor Arghezi en la poesía “Testamento”? ¿No es el “Libro de los Susurros” el Testamento común de los armenios asesinados, puesto en las manos de un poeta, Varujan Vosganian? Cuando me muera no dejaré bienes, un nombre sobre un libro, nada más. En la noche rebelde que partió hacia ti desde mis antepasados, porque a través de abismos y de fosos por donde se arrastraron mis abuelos, hacia ti comenzó a marchar mi libro: Hijo mío, los míos te esperaban. (…) letra de fuego o de herrería, en mi libro se casan y se funden como el hierro quemante y la tenaza. El siervo lo escribió. El señor lo lee, pero no ve en el fondo de sus letras la cólera de mis antepasados. (Versión de Pablo Neruda – “44 poetas rumanos” Ed. Losada, 1967) Se dice, con toda razón, que detrás del “Libro de los Susurros” podemos ver claramente al poeta que es Varujan Vosganian, el autor encontrándose en su primera novela, después de varios volúmenes de poesía y otro de novela corta. No obstante, trepar la roca llamada “novela” es peligroso, porque la mayoría no intenta ni subir el primer peldaño, muchos de los que osan hacerlo fracasan lamentablemente y se vuelven hacia prosas cortas que pueden escribirse rápidamente, visten bien, y no necesitan de talento y esfuerzo. Varujan Vosganian, en el más propio estilo armenio, esperó. No irrumpió temerario, no pisó con soberbia la tierra de la literatura, mas, cuerdo y en silencio, frente a la impaciencia del tiempo, al sentirse llamado, comenzó a subir la roca. No sólo no ha fracasado sino que, incluso, ha creado él mismo una nueva roca contra la que se batirán generaciones de novelistas. Escribir una novela es, en primer lugar, una labor dura. Construir personajes, alcanzar una unidad, sentarse día tras día ante el escritorio para llenar cientos de páginas, no es algo fácil. Poeta, tal vez, pero un poeta con tesón y, sobre todo, valeroso. Susurros, por supuesto, pero que cortan el silencio con su dureza. ¿Melancolía y tristeza? No existen en el “Libro de los Susurros”, que sólo conoce el dolor y la resistencia. No confundamos el silencio con la debilidad. Resulta aún más difícil callar que gritar, pues una carga que durante años se ha llevado en silencio, se hace más pesada de lo que hubiera sido vociferada por todas las calles. La carga de este libro no ha sido fácil de acarrear para Vosganian y, más todavía, exige un férreo carácter y una voluntad inquebrantable para sacar a la luz los dolores de “tu historia”. Digo “tu historia” porque la historia del abuelo Garabet o del abuelo Setrak, o de Misak, o de Sahag, o de cualquier otro personaje del libro, se confunde con la del autor. Es una ilusión ver personas diferentes en ellos. Lentamente, ganan vida bajo la piel del hombre llamado Varujan Vosganian, hombres, mujeres, niños, cada uno con su propia voz. ¿Cómo habría podido no oírlos? ¿Cómo no dejarlos que hablaran, cuando, cada noche, oía sus voces en el corazón? ¿Cuánto nervio es necesario para vivir cada día, durante años, con estas voces en el corazón, que te piden permanentemente…HARUTIUN? (“resurrección” en la lengua armenia).
Si el valor de un hombre viene dado por la medida en la que ama, entonces, para mí, este valor sólo puede ser la medida en que no olvida a sus muertos. Tomar venganza contra la muerte no olvidando, amar la vida sin dejar que mueran a quienes has amado, con obstinación, con egoísmo, con rabia. Hasta amar, pensaba que el amor era un ardor almibarado y sencillo de encontrar; todo el mundo amaba, todo el mundo festejaba el día de los enamorados del amor, de la poesía, de las telenovelas. El amor tenía el color rosáceo, su cielo era claro, con pequeñas nubes tiernas que lo hacían aún más delicioso. Cuando comencé a amar, entendí que el amor era una cruz terriblemente pesada y sólo tenía dos colores: rojo y negro. El amor tiene que ver más con la muerte que con la vida, porque sólo a través de la muerte puede ser medido, sólo la muerte puede mostrar su valor. Cuando lo conocí, llevaba dentro de sí el rostro oscuro de su hermano asesinado porque su sangre tenía otro color, tal vez más roja, tal vez más amarilla, como la sangre del desierto judío de donde habían huido sus antepasados en busca de un mundo más comprensivo; pero, sin duda, era el color equivocado. Él ya no hacía ninguna distinción entre su propia persona y su muerto, al que llevaba sobre los hombros, en la mirada, en el corazón. La gente le miraba como a un extraño, “los muertos con los muertos, los vivos con los vivos”, pero él vivía y sentía en sí mismo el dolor de su hermano al morir. Era él quien no podía olvidar. Yo guardaba en mi alma el rostro de mi abuela muerta y no quería despertarme sin su sonrisa dentro de mí. Cuando nos miramos a los ojos, fueron nuestros muertos quienes se reconocieron y, sonriendo, nos casaron. Hoy en día, vivimos la misma doble vida, pero sin espasmos, tranquila y serenamente, los muertos con los vivos, los vivos con los muertos, fluyendo siempre por la casa, rompiendo el pan juntos alrededor de la mesita baja, irrumpiendo alegremente en las charlas; su voz es nuestra voz, somos cuatro, somos diez, somos todos los que nos hemos amado alguna vez. La suprema venganza del que ha amado es la que nunca olvida. Porque el amor, nos dice la voz de la Biblia judía, es más fuerte que la muerte. La Venganza, reacción que se mira con despecho, calificada como fruto de las entrañas del salvaje que se oculta en el ser humano, la que nos muestra el horrible rostro de la bestia humana, o, peor, la venganza, como el arma del idiota y del que no sabe dar otra respuesta, se nos muestra, cuando va de la mano del amor, como su hermana gemela. Sin embargo, la multitud de moralistas e intelectuales que saben sobre la vida y sobre el amor, tan sólo lo que encuentran entre las hojas de un libro, y sufren de dolores imaginarios, la culpan y no le dan ninguna oportunidad. El ser humano superior es el que olvida, el que vence a la dolorosa memoria. Al pueblo judío se le reprocha que no pueda olvidar sus millones de hijos quemados en los hornos nazis. No obstante, la venganza, nos dice el terrible y celoso Dios del Antiguo Testamento, es sólo otra cara del amor.
La venganza tiene miles de rostros y puede tomar varias formas y apariencias, desde las más básicas hasta las más refinadas y elegantes cumbres. Existe la venganza de la sangre, del silencio, del olvido o del recuerdo, de las palabras y de las fotografías, de los libros, de las pinturas… cada hombre que ha amado alguna vez a alguien y lo ha perdido en los brazos de la muerte, encuentra su propia manera de vengar al ser amado contra la parca. Existe también, nos dice Varujan Vosganian, la Venganza de los Susurros. De Armenia, sólo conocía dos nombres: Calust Gulbenkian y Onik Sahakian – Gulbenkian, el gran coleccionista de arte, cuyo nombre es susurrado casi con veneración en Portugal y Onik Sahakian, bailarín, pintor y amigo de Salvador Dalí. Solamente al final del “Libro de los Susurros”, encontraría la clave del secreto de este pintor sobre el que había escrito ya un artículo: “Artistas del Nuevo Milenio”. Hablando en paralelo sobre el armenio Onik Sahakian y el judío Romeo Niram, había evidenciado tanto las semejanzas como las diferencias en sus obras. Me había asombrado en aquel entonces por la paz y la tranquilidad que desprendían los lienzos de Sahakian, sobre todo puestos en contraste con los tumultuosos colores de Niram. Dos estilos diferentes, dos temperamentos diferentes, brotando de distintas raíces y próximos a los mismos temas. En una entrevista para el periódico “Armenia Now” (y reproducido por la Revista “Niram Art”, nº 13 – 14 / 2008), Onik Sahakian se confiesa, insistiendo en que sólo quiere ofrecer serenidad a través de su pintura, porque el mundo ya es un lugar colmado de atrocidades. En aquel momento no entendí las palabras del pintor. Fue el “Libro de los Susurros” el que me hizo retomar las pinturas luminosas de Sahakian y ver en ellas la venganza silenciosa de los colores invadidos por el sosiego, que rechazan obstinadamente la negra realidad. Y llega a mis manos un libro rojo – dorado, firmado por otro armenio, Varujan Vosganian, que me desvelará el misterio de este reposado pueblo, aumentando sin embargo mi falta de conocimiento. Porque Armenia no se deja descifrar fácilmente, envuelta en sus capas pesadas de silencio. Armenia es el país del atardecer, momento en que los cuentos cobran vida alrededor de un café recién molido. Una coincidencia extraña y hermosa hace que el nombre de su ciudad-capital, Ereván, suene para mis oídos como “La ciudad del Atardecer” (“erev” en hebreo significa “atardecer”), es decir, justo el instante decisivo del día, según la visión armenia: “Los ancianos de mi juventud tomaban el café hacia las seis de la tarde. La ceremonia de la preparación ya hacía que la conversación se encaminara sosegadamente. Buscaban un poco de lugar entre las almohadas. (…) Era el momento en que, a pesar de los destierros, de los recuerdos ensangrentados y del tiempo que iba pasando, el mundo parecía el de siempre, sereno, y las almas se reconciliaban”). Miro su portada, dejo que mis yemas resbalen sobre el rectángulo de papel luciente y rojo que confina el título, lo abro y lo huelo. Por costumbre, me gusta olfatear los libros como si descubriera en su olor su secreto; parece ser que no soy la única: “El abuelo Garabet me había enseñado a conocer los libros así. Un libro bueno huele de un cierto modo. Atado fuertemente entre sus cinchas de piel, huele casi como si fuera humano.” Esperaba un papel amarillento, grueso, pero sus hojas son blancas y finas… me recuerdan la Biblia. La fotografía de la portada no me dice nada, no la entiendo, no conozco a los que se deslizan en un barco en posturas cómicas; son para mí como tantos otros personajes vestidos de manera rara con las rígidas miradas de los álbumes antiguos. No sabía yo, en aquel momento, que esta fotografía iba a ser la clave del libro y de un pueblo entero.
El “Libro de los Susurros” tiene héroes, tragedias, batallas, amores y, sobre todo, muertes. Cada uno de sus héroes tiene su propia historia que se funde con la general, la de todo el pueblo. Cada uno tiene también su manera particular de tomarse la venganza. Tal vez la más terrible venganza, si no existiera la fotografía de la portada, sería, no la de Misak, el héroe justiciero, sino la del abuelo Setrak. El abuelo Setrak vio morir a su hermano, Harutiun, asesinado ante él. El asesino, el jefe de los jenízaros, le preguntó: “¿Sabes cómo me llamo? Con los ojos nublados, el abuelo negó con la cabeza. El jefe dijo su nombre e hizo que lo repitiera. Después añadió: Tú vivirás. Eres suficientemente grande para que entiendas. ¡Di a todos los tuyos quién soy yo y qué te hice a ti y a tu pueblo! (…) Contra ese jefe se vengó de la única manera que hubiera podido hacer: no le olvidó pero calló para siempre su nombre.” El mismo Setrak bautizó a su hija Maro, recordando así a su hermana que se había arrojado desde las rocas a las aguas del Éufrates, para escapar de sus perseguidores. La venganza del nombre, la terrible venganza armenia, que puede dar y quitar la vida de forma más tajante que una espada. En el “Libro de los Susurros”, el tiempo es un personaje ambiguo: la historia se repite tantas veces que ya no importa mucho en qué año nos encontremos. Hasta podemos estar en el mismo momento en años diferentes: “el tiempo es un animal salvaje que corre arqueado y sus patas dejan huellas por turnos pero también puede correr apoyando todas sus patas al mismo tiempo. ¡Qué ridículo, torpe y falso sería imaginarse el tiempo sólo a través del momento en el que vives!” Vivimos todos, junto con el autor mismo, las vidas de quienes han sido sorprendidos por el destino. “¿Qué guerra? pregunté. Pues, hay sólo una. Sólo que irrumpe siempre en otra parte, como la urticaria. Cuanto más se rasca uno, más se inflama. Al final, la historia no es más que una larga rascadura.” Tal vez la única diferencia entre las vidas de los héroes del libro la constituye, al final, la misma venganza, porque ninguno de ellos se venga del mismo modo. La historia de la obstinación de Harutiun Khantirian y del Consulado de Bucarest, donde Harutiun escribía sus cartas, hermosamente caligrafiadas y guardadas en carpetas porque ya no tenía a quién enviarlas, es cómica y trágica al mismo tiempo. Lo que comparten los héroes del “Libro de los Susurros” es el silencio. Inmerso en su silencio, Harutiun mantuvo obstinadamente el Consulado abierto, “con las persianas levantadas, con la bandera roja-azul-amarilla clavada en la pared y con las carpetas llenas de cartas para ninguna parte”, consulado que “quedaba como vestigio de una república que sólo aún existía en las nostalgias armenias y en el sello oficial.” La venganza de las fotografías domina todo el libro. Frente a la muerte inminente, todos los armenios comparten la misma pasión: hacerse fotografías. Los álbumes de familia se engrosan con fotografías de los que habían partido, habían sido deportados o repatriados para ser deportados de nuevo. Las fotografías se convierten en la única prueba de la existencia de una persona; los armenios se fotografían con escrupulosidad, obsesivamente. Es a través de las fotografías como se envían mensajes secretos, ocultos a las autoridades (si está de pie, significa que las cosas le van bien, si está apoyado, que las cosas están más o menos, si está sentado, que todo va muy mal). La mayoría continúa viviendo sólo en las fotografías. Los armenios de aquellos tiempos habían encontrado en la fotografía la única manera de registrar su paso por este mundo, la única venganza que tenían a mano contra la desaparición que presentían. Es también a través de las fotografías, esta vez borrando de todos los albúmenes todas las fotografías, como se vengaron de Mesia Khacerian. “Las fotografías eran, para los armenios de aquellos tiempos, una especie de testamento o como un seguro de vida. Si el hombre volvía de los convoyes de deportados, de los orfanatos, de los viajes en las calas de los vapores, la fotografía volvía a ser guardada y el vivo retomaba su lugar entre los otros. Si no volvía, entonces la fotografía traía al desaparecido de vuelta entre los suyos, cuando las cajas viejas y bellamente incrustadas, en la época de las fiestas, se abrían. La fotografía se convertía en la excusa de los que, en aquel siglo demasiado apresurado, habían partido sin llegar a despedirse. Los armenios de mi infancia vivían más entre las fotografías que entre las personas.”
Pero, sin embargo, a veces los armenios sabían hacerse oír. Llamado por algunos como “el primer atentado terrorista de la historia”, el ataque contra el Banco Otomano de 1896 estuvo encabezado por el armenio Armen Garo, que tomó el banco, pidiendo que pararan las masacres contra los armenios. “En la proclamación enviada a los embajadas de Constantinopolis Garo iba a decir las históricas palabras que marcarían no solamente el final del siglo XIX sino todo el siglo siguiente: Nosotros no somos criminales. Pero la indiferencia criminal de la humanidad nos ha empujado a tal gesto.” Las páginas que describen el genocidio, los horrores vividos por las mujeres, los hombres y los niños armenios, son, tal vez, las más terribles páginas jamás escritas en la literatura. También a Garo se le debe la silenciosa operación Némesis, nombre tomado de la Diosa de la Venganza, tan secreta que “ha permanecido desconocida hasta medio siglo después” y que puede ser comparada “por su carácter implacable y su amplitud con lo que Simon Wiesenthal haría, decenios más tarde, para no dejar que salieran impunes los crímenes contra el pueblo judío durante la segunda guerra mundial.” En 1920, Garo estableció, en una primera fase, una lista con más de seiscientos nombres de personas responsables del genocidio, de las masacres y las deportaciones, después la redujo a cuarentaiún nombres, para llegar al final a sólo siete, los siete criminales principales, responsables de los siete círculos del genocidio, que ya habían sido condenados por la Corte Marcial, pero que habían escapado con vida. Durante los siguientes años, todos los que estaban en la lista fueron ejecutados por el grupo armenio Némesis. Y la historia se extiende más allá de continentes y océanos con la entrada en escena del héroe Misak Torlakian. Para aprender a usar el cañón, Misak, con sólo siete años, entró en el ejército turco, con papeles falsos, llegando a ser sargento y comandante de una guarnición de artillería. De vuelta al pueblo natal, Misak buscara en vano a su familia: “La imagen del que se para a la entrada del pueblo destruido es común a muchas de las historias contadas a la hora del café por aquellos ancianos de mi infancia que habían huido a las montañas y habían vuelto a las tierras natales en la segunda mitad de 1915. Por lo demás, dejando de lado algunos detalles, las historias se parecen tanto unas a otras, que contando aquí el retorno de Misak es como si contáramos todas juntas! (…) De las aniquilaciones y dispersiones del año 1895 pero, sobre todo, de las del año 1915, ha pasado ya un siglo, pero aún hay quienes, nietos o bisnietos, se buscan unos a otros….un pueblo buscándose, unos a otros, después de tantas desgracias, y por eso raramente teniendo el sosiego de encontrarse a sí mismo!”. Del pueblo arrasado, Misak sólo recupera un caballito de madera, juguete que había sido de su hermano menor, Calust. “Misak Torlakian había hecho, en el patio revuelto de su casa, un juramento de venganza.” Miembro del grupo Némesis, Misak, cumplirá con obstinación su juramento, aunque le costara decenas de años. Las noticias sobre el cumplimento de las venganzas llegaban al abuelo Garabet como unos caballitos de juguete, enviados por Misak, en homenaje a su hermano muerto, desde tierras distantes, a través de continentes y mares. El último caballito, blanco, anunciaba la reconciliación del jinete con el caballo. Los armenios de Vosganian viven presos y estupefactos, una estupefacción que no les deja ni morir, ya que todos los que habían escapado de los horrores de los convoyes de deportación murieron muy viejos. Viven aparentemente una vida tranquila, susurrada como el ritmo del libro. Y sin embargo, bajo la película de agua azul y despojada del sonido de grandes olas, bajo la poesía perfecta de Vosganian, se puede sentir latiendo la fuerza del pueblo armenio. “De los guerreros de mi pueblo he recibido la fuerza de ser vencido” nos dice Vosganian, pero aquí la palabra clave es “fuerza”, tal como en “la victoria es verter tu propia sangre”, la palabra clave es “sangre”. No hay que olvidar que el Islam ha conquistado a la gloriosa y orgullosa civilización persa. Atrás, los armenios quedaron en menor número, más callados, pero cristianos. Cada héroe del “Libro de los Susurros” es duro como una roca tanto si quiere entender el mundo, como el abuelo Garabet, como si considera que el mundo es imposible de entender, como el abuelo Setrak. Entre estos dos, el niño viejo escribe, en silencio, su libro. Cada uno toma su venganza a su manera, entendiendo o no entendiendo, cerrándose en silencio o pintando y fotografiando, cantando o leyendo. La venganza del abuelo Garabet – haberse fotografiado a sí mismo, decenas de veces, vencer a la muerte a través de la fotografía de la tumba, donde da la impresión de que es él el que viene hacia quienes la miran.
No obstante, la gran venganza no pertenece a ningún personaje del libro, ni siquiera al rebelde Garo, ni al general Dro. La gran venganza armenia, más allá del escribir de este libro, es la portada. Como muchas cosas del “Libro de los Susurros”, que se entienden mejor si las leemos al revés, la portada del libro sólo se puede entender después de haber terminado el libro. Únicamente en ese momento, entenderás la suprema venganza: la fotografía del abuelo Garabet, con la familia, fotografía que creían, obcecados los armenios de aquellos tiempos, que era la única prueba de sus existencias. Hoy en día, el abuelo Garabet me mira desde la portada. Ha vencido a la muerte y el hecho de que yo, en el año 2010, en España, vea su rostro, muestra de la mejor manera que los verdaderos vencedores fueron los vencidos. Varujan Vosganian no es un vencedor. Yo no soy una vencedora. Los que decidieron y pusieron en marcha el genocidio de los armenios no tienen hoy ni nombres ni rostros. Pero, el abuelo Garabet me mira sonriendo. Es el único vivo entre todos nosotros, porque generaciones tras generaciones tomarán en mano este libro, en todos los idiomas en que sea traducido, en todos los países en que se publique, y todos verán sonriendo al abuelo Garabet, a quien le han florecido mil brazos. Los armenios vencidos, los callados y sosegados armenios, las víctimas de las matanzas del exterminio, están hoy más vivos que nosotros, los lectores. ¿A cuántos de los que leen y leerán este libro se les recordará con el paso del tiempo y las generaciones? Nosotros, quienes leemos hoy el “Libro de los Susurros”, desde nuestra soberbia posición de vivos, nosotros que no pensamos en la muerte y nos tomamos fotografías sin sentido que desaparecerán junto con el último brote salido de nuestros cuerpos tan llenos hoy de sangre caliente… nosotros somos los muertos. A nosotros nadie nos conocerá en los decenios siguientes pero el abuelo Garabet, con cada lector del Libro de los Susurros rejuvenecerá. Esta es la suprema venganza de Varujan Vosganian. “Mientras existes en fotografías…eres inmortal.”
Buscando en Internet fotografías relacionadas con el “Libro de los Suspiros”, me quedé atónita ante un documento. Después del desconcierto inicial, rompí a reír, a reír sin poder parar. Había encontrado, publicado por el autor, el Testamento del Rey del Azúcar, el mismo testamento que había sido llevado durante muchos años, guardado en el cinturón, y después fotografiado, pagina por pagina, por el abuelo Garabet. Lo encontré escaneado con la misma perseverancia metódica con la que ha sido escrito el libro. Con cólera. Con amor. En silencio. ¿Cómo podía -por eso reía-, cómo podía haber faltado el testamento de esta increíble venganza da Varujan Vosganian, el guerreo-poeta y el poeta-guerrero? ¿Cómo pude no haber pensado que todo tenía que cumplirse hasta el más mínimo detalle, con cada vírgula, con cada trozo de recuerdo, con cada fotografía amarillenta? Me imaginaba el desagradable rostro de la muerte, gritando con espanto frente al testamento sacado a la luz, en internet, disponible para todos los pueblos del mundo, por los siglos de los siglos. Me imaginaba el rostro de Hartin Fringhian, con sonrisa de asombro, mirando desde otro tiempo su precioso testamento. “Vino Hartin Fringhian, abrió su testamento, sacó una hoja en blanco y anotó con paciencia los nombres de todos los que estaban presentes. Allá donde no sabía, mi abuelo, que estaba sentado a su espalda, se lo susurraba por encima del hombro. Después sopló encima del papel, para que la tinta se secara, puso en el medio una mano de nueces tostadas y la plegó cuidadosamente”. A Vosganian, también le debemos la última fotografía de Nicolae Iorga, guardada con reverencia por el fotógrafo de las almas. Ahora sí, ha terminado.
Uno necesita buenos motivos para vivir más que Jesucristo en este mundo. Si Cristo ha muerto para resucitar, entonces Varujan Vosganian ha vivido para la Resurrección de los muertos de su pueblo y, noche tras noche, sufriendo los dolores y horrores de sus muertos, ha erigido, en el silencio duro y obstinado que caracteriza el espirito armenio, la palabra que los liberará del poder de la muerte y “a los que están en las tumbas, vida les devolverá”. (Cántiga de la Resurrección, Liturgia Ortodoxa).
Más Informaciones: http://carteasoaptelor.ro/
Fotografías: http://issuu.com/norghiank/docs/carteasoapteloralbum
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Nota: Tanto el título como los fragmentos del libro presentes en este artículo han sido traducidos por la autora y no representan la traducción oficial al español por parte de la Editorial Pre-Textos, responsable de la publicación en España
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Varujan Vosganian es un escritor armenio, nacido en Rumanía, en 1958. Es graduado en Economía y Matemática por la Universidad de Bucarest. Es doctor en Economía, fundador de la Sociedad Rumana de Economía, consejero internacional para el Centro de Estudios Políticos de la Unión Europea, miembro del Club de los Políticos Jóvenes de Londres. Es senador de Iasi y ha sido Ministro de Finanzas y Economía de Rumanía entre el 2006 y el 2008. Es Presidente de la Unión de los Armenios de Rumanía y Vice-Presidente de la Unión de los Escritores.
Además de sus libros de carácter económico, ha publicado 3 volúmenes de poesías: “El chamán azul” (1994),” El Ojo blanco de la Reina “(2001) y “Jesús con mil brazos” (2004). Su colección de novelas, “La Estatua del Comandante” (1994) ha recibido el Premio de la Asociación de los Escritores de Bucarest. Varujan Vosganian ha escrito más de 500 artículos, ensayos, estudios sobre temas diversos, económicos, políticos y literarios que han sido traducidos al español, inglés, ruso, ucraniano y armenio.
La Novela “El libro de los Susurros” sobre el genocidio de los turcos contra el pueblo armenio (1895 – 1915) contado a través de la experiencia personal de sus abuelos y familiares, publicada en el 2009, fue recibida como una revelación por los críticos de Rumanía, ganando muchos premios y siendo considerada como uno de los más importantes libros de la literatura rumana contemporánea.