Fuente foto: Mark van Manen/Vancouver Sun.

Jorge Gili Ruiz

No hace mucho les comentaba que no aprendemos de los errores del pasado, corriendo el riesgo de que por ahí nos llamen tontos y pongan cara de asombro cuando el mismo toro nos coja por segunda vez en el mismo callejón: la burbuja inmobiliaria y sus terribles consecuencias de su desaforada financiación.

Pues bien, hoy quiero incidir en el asunto, con su permiso. Pero esta vez permítanme que les hable desde el punto de vista legal, eso que compete directamente a los señores diputados del Congreso y a los cómodos senadores en su retiro de oro. Si, esos mismos a los que Usted y yo votamos más o menos cada cuatro años.

¿Qué han hecho en materia de legislación mercantil y penal en todo este tiempo para que la responsabilidad recaiga sobre los sinvergüenzas que antaño nos metieron en tan fangoso laberinto? La respuesta es sencilla: Nada. O más bien poco.

Empecemos con lo mercantil, que suena menos drástico. En este país que llamamos España el esfuerzo para constituir una empresa no es como para rasgarse las vestiduras, y reconozco que así debe ser para que las exigencias económicas  no supongan una barrera a todo aquel que decida lanzarse al ruedo. Eso está bien, pero entre paréntesis: ya puestos podrían rebajar también la burocracia y los trámites necesarios para que su empresa, o la mía, quede regularmente constituida. Espejos en nuestro entorno más cercano no nos faltan, pero parece ser que al legislador le gusta mirarse el ombligo en lugar de mirar el del vecino y tomar nota de sus aciertos.

Bastan tres mil euros para empezar a funcionar. Y también para continuar sine die. Y ahí, precisamente ahí, radica el error. Los sectores de actividad son tantos como imaginación uno le pueda echar al asunto, dentro de cada sector hay innumerables empresas cada una con su cuota de mercado, sus debilidades y sus fortalezas. Pero salvo aquellas pocas que si saben lo que se traen entre manos, la inmensa mayoría deja sus tres mil euritos de capital y a otra cosa que aquello no me interesa. Por desgracia se mira demasiado la cuenta de resultados, y no es moco de pavo, oigan, ya que ésta nos mide el nivel de actividad comercial y si lo estamos haciendo bien generando beneficio o no tan bien incurriendo en pérdidas. Por cierto, yo aún me sorprendo descubriendo empresas que año tras año, con invariable puntualidad, le presentan con un par el impuesto de sociedades a la Agencia Tributaria con pérdidas, diciéndole: “¿Ha visto Usted?, monté la empresa para palmar pasta indefinidamente, tiene gracia la cosa, ¿verdad?” Y lo que más me asombra, no crean, es que hacienda no mande un ejército de inspectores a estas empresas y lo pongan todo patas arriba hasta que aparezcan los recursos que mágicamente hacen funcionar esos negocios milagrosos, que por más que pierden ahí siguen en la trinchera. Cuando menos, curioso.

No nos desviemos que me enciendo. Decía que lamentablemente la inmensa mayoría del empresariado nacional solo tiene en mente la cuenta de resultados, dejando la estructura financiera para los gestores que las fabrican como churros. Algunos hasta pone en su tarjeta “asesoría”, cuando lo veo se me saltan los ojos de las órbitas. Un balance no es más que el reflejo de la situación financiera y patrimonial de una empresa. Es decir: el alma. Como lo oyen.

Puede parecerme hasta normal que un pequeño y mediano empresario esto le parezca perder su valioso tiempo, y que prefiera dedicarlo a buscar negocio. Pero precisamente pagamos el sueldo de sus señorías diputados para que sean estos los que pierdan su tiempo en poner un poco de orden en estos asuntos. No es de recibo que ese floreciente sector inmobiliario haya tenido y aún tenga las mismas exigencias contables y requerimientos de capital que cualquier otra empresa con independencia de su tamaño. No es de recibo que un promotor inmobiliario constituya una empresa con tres mil euritos y esté manejando en su balance unos cuantos millones de eurazos. No es de recibo que si su chiringuito se lo lleva un vendaval en forma de crisis, el promotor sólo haya arriesgado sus tres mil pavos y ahí os quedáis que yo ya me llevé lo mío. Pues no señores legisladores. Que menos que exigir algo de proporcionalidad entre un volumen de activos y los requerimiento de capital, eso sí, a ser posible y si no es mucha molestia, desembolsado por favor.

Pongamos un simple ejemplo. Promoción de veintitantos millones de euros, que entre unas cosas y otras hace que el volumen de activos alcance los treinta millones. Que menos que exigir que un diez por ciento forme parte delos fondos propios en forma de capital, vaya ser que venga un vendaval y al empresario no le dé ya tanto igual dejar atrás tres millones de los suyos. Que digo yo que le tocará un poco más las partes nobles que los iniciales tres mil euros.

Vayamos ahora con la más breve pero más escabrosa parte penal. Miren, se me retuercen las vísceras ver cromos firmados con vencimientos de nueve meses, o más. Conozco el vano intento del legislador por limitarlo a sesenta días, pero un contrato no deja de ser un acuerdo de voluntades, me parto oigan, y cuando una empresa grande le dice a una pequeña que o cobras a nueve meses o no pones un clavo en mi obra y que lo ponga otro, pues no queda más remedio que firmar. Todo un acuerdo, limpio, transparente y totalmente negociado.

Este señor que acude con sus trabajadores a poner los clavos en la obra en cuestión todos los días desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde le pasa la factura a fin de mes a la constructora, la cual, tras demorarla al menos un mes en darle la conformidad (?) le da un cromo firmado y le dice: “Toma buen hombre, este papelito lo llevas al banco dentro de nueve meses para que te paguen, o si lo quieres lo llevas hoy mismo, calentito, y que te lo descuenten a un módico precio”. El buen hombre, resignado y agradecido, guarda el papelito como oro en paño, aprieta las nalgas y se encomienda a todos los santos que se le ocurren para que dentro de nueve meses le acompañen al banco a cobrarlo.

Pasa el tiempo, durante el cual, mes tras mes, ha estado poniendo clavos junto a sus trabajadores en la dichosa obra, de la que aún no ha visto un centavo, solo cromos. Meses en los que tiene que pagar a sus proveedores, la seguridad social, los impuestos, sus instalaciones y, si le llega, a sus trabajadores. Y por fin llega el primer vencimiento y “¡Oh!, ¿cómo es posible? Seguro que hay un error. Mire usted bien”, le responde al del banco cuando éste le dice que la cuenta del pagaré no tiene fondos. ¿Y ahora qué? Pues otra vez blanco y en botella: quiebra, o suspensión de pagos como les gusta llamarlo ahora. Trabajadores a la calle, proveedores sin cobrar, deudas con hacienda y la seguridad social, con el banco, etcétera. Es decir: la ruina.

¿Y qué pasa con el señor promotor o constructor que le firmó el cromito a nueve meses? Yo les contesto: Nada, absolutamente nada. Como lo oyen, se va de rositas y frotándose las manos diciéndose; “Ahora a montar otro chiringo a ver si la cosa me sale por lo menos igual de rentable que esta.”

Pues no señores legisladores. Esto tampoco es de recibo. Que menos de incordiar un poco al firmante del papelito. Qué menos que hacerle pasar una temporada de reflexión a la sombra, al menos el tiempo necesario para que aparezca el dinero que se comprometió a pagar a tan largo plazo y que incumpliendo se llevó a empresas, trabajadores y familias por delante. Que menos que actuar con rapidez y rotundidad para que este señor se piense dos veces firmar un compromiso de pago sin tener la certeza de que haya fondos para atenderlos a su vencimiento. Que menos que acabar con la impunidad del sinvergüenza. Que menos que dar un aviso a navegantes en forma de artículos del código penal. Que menos que una visita de la Guardia Civil con unos brillantes grilletes y un vistoso pijama de rayas, por eso de la comodidad, mire Usted, que la corbata en la cárcel como que no pega.

Como les decía al comienzo: Nada de nada.


Jorge Gili Ruiz nace en Madrid en 1970. Desde joven ha tenido una relación con el mundo de la literatura que le empuja a cursar un año de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Abandona esos estudios por su otra gran pasión: los números. Se licencia en Ciencias Económicas en la Universidad Carlos III de Madrid y más tarde obtiene un máster en Auditoría de Cuentas en la Universidad San Pablo-CEU.

Ha desarrollado su carrera profesional en el mundo de la banca, intercalándola con su gran afición a la literatura lo que le lleva a escribir artículos de actualidad con un toque periodístico, publicadas en español y en inglés en revistas españolas y extranjeras.

Gran aficionado a todo lo relacionado con el mar, es un apasionado de la historia naval española de los siglos XVIII y principios del XIX, lo que le ha llevado a emprender un nuevo proyecto literario centrado en uno de los grandes héroes de la historia naval de España: Don Blas de Lezo y Olavarrieta.