por Jorge Gili Ruiz

Estoy contento. Y no solo porque la selección española gane partidos por goleada, que cosas tan nimias y vulgares, eso lo dejo para la masa atribulada que solo se acuerdan de su patria y bandera cuando uno vestido de rojo mete un gol, y entonces salta, brinca, agita la roja y gualda, se va a una fuente a darse un baño de multitudes y celebrar alegrándose por algo que al día siguiente le costará una resaca, bastante sueño y ningún provecho, nada que ver con el que metió el gol, que a buen seguro se meterá en el bolsillo algo más que aquel que lo celebró delante del televisor o en aquella fuente.

No, estoy contento porque después de todo lo que aquí tenemos, que no es poca cosa como ustedes bien saben, me gusta este país, su forma de vivir, su particular manera de encajar los problemas comunes, su singular interpretación de lo que debe ser la vida, la buena vida claro. Y eso, por muy crítico que uno quiera ponerse, se contagia. Que nadie es de piedra, y menos un servidor.

Cada cultura tiene sus ritos, cada religión su templo y cada español su bar preferido donde levantar el ánimo, abogar por su fe en cualquiera de sus versiones (política, futbolera, económica, gusto musical, etcétera) que para eso son como una ciudad abierta en el que cada cual expone sus puntos de vista hasta que a otro parroquiano le tocan los mondongos y se corre el riesgo de ver sillas volar y al camarero marcar el cero noventa y uno. Por fortuna eso ocurre las menos de las veces, solucionando la adversidad con un par de gritos, varias amenazas veladas, mentando al padre cornudo de cada contendiente y cosas por el estilo, para asombro/regocijo del personal, que solo le falta sacar las palomitas y disfrutar del espectáculo sin aflojar un chelín de más.

También es memorable el show playero que año tras año se vive en nuestras envidiadas costas. Estoy convencido de que el guiri que recala en lo que le venden como una tranquila y paradisiaca playa, a excepción del temido hooligan, debe fliparlo ante los mosqueos de unos y otros cuando de poner la sombrilla se trata, y no solo la sombrilla, oiga, algunos instalan el campamento militar completo. Y claro, ya se empieza a oler el tufillo del mosqueo en forma de comentarios de los improvisados vecinos de arena y tumbona. No hace falta más que ver llegar al madrugador patriarca del clan cargado con varias sombrillas, sillas, mesas plegables, nevera, etc. etc., etc, que entre nosotros, que arte tienen para cargar todo eso sin deslomarse, comenzar a colocarlo todo ganando metros cuadrados de arena, y enfrentarse cual numantino cabreado al ver aparecer el SPQR de Roma cuando el personal aledaño le reprocha que deje algo para los demás y se contente como cada cual con un rinconcito. Pues no. Se encara, bufa, gesticula haciendo aspavientos, y hasta le pide las escrituras al otro para que demuestre que es suya la parcelita que reclama. Todo un show. Y lo mejor es contemplarlo desde el cercano chiringuito, otra variedad de nuestros queridos templos, con un café y mirando el reloj, como para ver cuánto durará la juerga. Díganme ustedes en qué lugar del mundo se goza de tanto espectáculo sin tener que apoquinar el IVA cultural.

Pero no todo es ocio y esparcimiento. Por desgracia al que más o al que menos le ha tocado ir al tanatorio a despedir a un conocido, allegado o simplemente por cortesía a la familia sin llegar a conocer personalmente al finado en cuestión. En estas últimas situaciones es admirable ver el arte de no mojarse de algunos de los muchos que por allí recalan. Se acercan al familiar por el cual se ha hecho acto de presencia y, sin decir ni una sola palabra, se encoje de hombros, ladea la cabeza, levanta las cejas y, con un par, le larga un abrazo para que el otro interprete a su gusto el peculiar gesto. Interpretación que lo mismo significa el tradicional “te acompaño en el sentimiento” o el menos ortodoxo “por fin te libraste de él”, o de ella. Antes que abrir la boca y quedar mal, alguno prefiere hacerse el gallego dejándolo todo en el aire. Memorable el tipo, sí.

No nos desviemos. A pesar de todo lo que nos afecta, sigo feliz de vivir en este país. Poder pasear por las calles de cualquier ciudad o por el campo, con tanta oferta de ocio y entretenimiento hasta las tantas de la madrugada o más, con tanta gente por la calle buscando lo mismo que usted y yo: pasarlo bien y abstraerse de los múltiples problemas que nos rodean: crisis, paro, violencia de género, subidas de impuestos, accidentes de tráfico, corrupción política, mala gestión de sus contribuciones tributarias, lista de espera quirúrgicas, economía sumergida con su enigmática “B”, ciudades permanentemente en obras, atascos interminables, ineficientes y absurdas prolongaciones de jornadas laborales, precios abusivos en los servicios elementales (y vitales) y en también en los no tan elementales. Y otro larguísimo etcétera. Pero nos da igual. Mientras haya suficiente para echar la cervecita y marchar unos cuantos días de vacaciones, o de puente que esa es otra, nos da igual lo que nos hagan. Acabamos mirando con conmiseración al desgraciado vecino que le alcanzó la fatalidad y, como mucho, ponemos las barbas a remojar, que mientras no nos toque de lleno, a vivir que son dos días. Y los problemas de Pepe, que se los solucione Pepe, tan listo que se creía el tío. Cainitas hasta el final, oiga.

Será el clima, el sol, el ambientillo que invita a sentarse en una terracita cuando ya ha caído la tarde, o en el aperitivo, las tapas en el bar, el restaurante que te prepara la receta que tanto te gusta, la variedad de vinos, cervezas, bebidas espirituosas, las ganas de la gente de echar un buen rato sin acordarse de que existe el despertador (y la realidad), la siesta, las rebajas. Y sus gentes. Que decir de ellas. Aquí todo el mundo entiende de todo. Todo el mundo habla de lo que sabe, y lo mejor, también de lo que no sabe. Con una vehemencia que apabulla, con una seguridad en lo que se dice que cualquiera, salvo otro gallo de corral, se atreve a ponerle una coma aquí o allá. No logro entender como no ameritan en su currículum algún premio o mención honorifica por su saber y contribución a la construcción del sistema, como no han sido nombrados ministros, aunque alguno haya llegado a ser uno de los cientos de consejeros con que estos acostumbran a rodearse para quebranto de mi bolsillo, y del suyo, que hacienda somos casi todos.

Pero aquí seguimos. Todos contentos. Consiguiendo poco a poco mantener la convivencia a base de importarnos un bledo lo que le pase al de al lado siempre que a uno mismo no le afecte de lleno, y eso que de vez en vez algún presidente se emperra en abrir el baúl de los recuerdos con leyes de memoria histórica que lo único que hacen es soliviantar y exaltar un poco al personal con asuntos que debieron quedar cerrados al menos hace cuarenta y tantos años y que a las nuevas generaciones, es decir, nuestro futuro, les importa más bien poco, o nada. O a otros que les da por declarar independencias dependientes soliviantando a la masa con tal de ocultar los chanchullos millonarios en paraísos fiscales aduciendo a cuestionables derechos históricos que en el peor de los casos pasaban por aceptar la monarquía de los Habsburgo  en la figura del archiduque Carlos como monarca de todo el territorio español, incluidos ellos, que para eso era, y es, España.

Pero nada de eso afecta a nuestro peculiar sentido del buen vivir. Y a la postre creo firmemente que ese buen vivir, pese a todo, es lo que perciben los millones de guiris que año tras año seguimos recibiendo en esta tierra, y por lo que dicen las estadísticas cada año más. Por algo será, que estos no tienen un pelo de tontos. Guiris si, pero tontos nada de nada. Y si además se dejan los cuartos, sin que tampoco los desvalije un manos largas cualquiera, pues bienvenidos sean. Eso si, los hooligan que se vayan a hacer balconing a Buckinghan Palace, con una piscina hinchable debajo si es menester.

Por eso ando contento, porque a pesar de todo da gusto vivir aquí. Y que nos quiten lo bailado.


Jorge Gili Ruiz nace en Madrid en 1970. Desde joven ha tenido una relación con el mundo de la literatura que le empuja a cursar un año de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Abandona esos estudios por su otra gran pasión: los números. Se licencia en Ciencias Económicas en la Universidad Carlos III de Madrid y más tarde obtiene un máster en Auditoría de Cuentas en la Universidad San Pablo-CEU.

Ha desarrollado su carrera profesional en el mundo de la banca, intercalándola con su gran afición a la literatura lo que le lleva a escribir artículos de actualidad con un toque periodístico, publicadas en español y en inglés en revistas españolas y extranjeras.

Gran aficionado a todo lo relacionado con el mar, es un apasionado de la historia naval española de los siglos XVIII y principios del XIX, lo que le ha llevado a emprender un nuevo proyecto literario centrado en uno de los grandes héroes de la historia naval de España: Don Blas de Lezo y Olavarrieta.