productividad

Jorge Gili Ruiz

Se acabaron las vacaciones. Ya todo el mundo, hasta los estudiantes ¡qué alegría!, está de vuelta a sus quehaceres diarios. Rutinas, atascos, ruidos, prisas, en fin: la banda sonora del día a día. Lo mejor de todo: la vuelta a la normalidad. Lo peor, qué les voy a contar que no sepan: reuniones, arengas, propósitos para el nuevo curso, jornadas interminables, sensación de excesiva carga de trabajo, pocas horas libres y menos descanso.

Pero vayamos por partes, que todo a la vez como que abruma. La vuelta al tajo no sería tan melodramática si las jornadas se ajustaran realmente al trabajo, y no como sucede ahora que es justo lo contrario, es decir, que la jornada se ajusta al trabajo realizado y al que queda por realizar. A muchos gurús económicos, sesudos pensadores de la organización laboral, se les llena la boca con la palabra productividad. Analicemos esto. ¿Qué es la productividad?, ¿y qué es lo que tratan de transmitirnos cuando oímos hablar de ello?

Pues no es otra cosa que un rendimiento esperado en relación con unos determinados factores productivos empleados para obtener ese rendimiento. Hablando en plata: cuanto gasto e invierto, contando todo lo que necesito para producir, para obtener una determinada rentabilidad. Ese todo es tan amplio como todo lo que cabe dentro (y muchas veces también fuera) de una unidad productiva: máquinas, energía, mano de obra, instalaciones, transportes, etc. Parece lógico pensar querer invertir menos para ganar más, o invertir o gastar menos para ganar lo mismo. ¡Pues ya está! Ya salió la respuesta a la segunda pregunta, esa con la que nos van taladrando como si fuéramos culpables de que la cosa no funcione: Usted tiene que trabajar más, o lo que es peor, ganar menos por las mismas horas de trabajo. Precisamente eso es lo que tratan de decirnos cuando nos hablan de que hay que subir los niveles de productividad. Así, a las bravas, y algunos hasta se frotan las manos cuando le miran a los ojos y le sueltan la soflama en plan aviso a navegantes: “póngase las pilas Martínez, y vaya ajustando el presupuesto de su casa que los números de la empresa no salen, y de alguien tendremos que prescindir.” El pobre hombre, o mujer, se echa a temblar rezando para que no le toque a él, o a ella, la china. Y completamente abrumado sólo con pensar que le va a caer el marrón de sacar su ya abultado volumen de trabajo y además el del compañero al que están a punto de sellarle la blanca, como en la mili.

El tal, o la tal, Martínez muy probablemente sea un buen o buena profesional, que para eso lleva no sé cuántos años de experiencia dejándose media vida por esta o aquella empresa a cambio de un salario que le permite sacar dignamente adelante a su familia, ha estudiado alguna carrera universitaria obteniendo una cualificación que le permitió acceder a ese puesto de trabajo que requiere cierta especialización, ha continuado formándose a lo largo de su vida laboral, ha ido obteniendo reconocimientos profesionales acompañados de alguna subida salarial algo más decente que el vapuleado IPC, al que ahora quieren sustituir por el manipulable índice (?) de productividad, y eso sin que el IPC sea el maná inviolable, que está más manoseado que algunas lagartonas portuarias que ejercen por vicio.

Tal vez el problema no radique en que Martínez, él o ella, gane demasiado para lo que trabaja. Tal vez el problema sea que el trabajo está mal dimensionado. Y con tanto palabro en boca de ineptos e ignorantes con visiones de negocio absolutamente cortoplacistas, escogen la solución más fácil que le presente buenos números en el siguiente trimestre pero que a larga se volverán a encontrar con el mismo problema agravado ahora porque decidió prescindir de otro, o de otra,  Martínez que sabía lo que se traía entre manos y sacaba trabajo a espuertas.

Tal vez el problema haya que buscarlo en la especialización, en la modernización de medios productivos, en la innovación y en el ajuste de las horas de trabajo donde realmente se mida que un trabajador que debe prolongar la jornada es por dos motivos: o hace mal su trabajo o es el propio trabajo el que está mal dimensionado, es decir, hace falta otro currito, con su sueldo incluido faltaría más, para sacar el trabajo adelante.

¿Y de quien prescindimos? Se preguntarán en algunas reuniones de dirección. Aquí la variedad es tan amplia como equipos de fútbol hay por el mundo, que de eso si que entienden. Lo primero que miran es la carga salarial como buscando la solución mágica en aquellos que más ganan en la empresa, que suele coincidir con aquellos de más experiencia, y edad, y que acostumbran a enseñar cómo hacer las cosas a los recién llegados. Éstos últimos, también se acojonan pensando que les puede tocar el gordo al ser los más baratos de despedir y, claro, los convierten en mercenarios pasándose la fidelidad a la empresa por el mismo sitio que los gestores se pasan las consecuencias de echarlo a la calle sin miramientos de ningún tipo. Una tercera opción les viene al elegir aquello de hombre o mujer. Y aquí topamos con la igualdad de género. Algunos se lo siguen pasando por el forro, otros, más papistas que el papa romano cuadran las cuotas por aquello de la imagen corporativa, los menos (pero créanme que los hay) se ceban con ellas solo por su condición de mujer y, en algunos casos, madres, sin tener en cuanta ya no solo el sueldo y la carga salarial, sino la valía que muchas demuestran día a día y no solo en el trabajo, oiga, también en su casa, y en la mía. Basta con ser mujer, tener críos dependientes de una, para que la empresa te ofrezca el mismo puesto de trabajo a cuatrocientos kilómetros de distancia para que la doña pida la cuenta y le salga más barato aún a la empresa. Eso tiene un nombre, en román paladino, o romance claro: mezquindad.

No me gustan las cuotas, lo reconozco. Me da igual que uno sea blanco, verde o algo más moreno. Me da igual si es de aquí o de allá, si tiene rastas o es calvo, y me da mucho más igual lo que cada cual tenga entre las piernas. Si una, o uno, vale, pues vale y que se quite el otro, o la otra, y deje hacer al que sabe. Y si esto da como resultado que todas son mujeres, o viceversa, pues que así sea. Y si Pepe cobra dos mil por ese trabajo, entonces Pepa debe cobrar los mismos dos mil por ese mismo trabajo, con la misma profesionalidad e idéntica productividad. Lo demás es discriminatorio, lo llamen como lo llamen y lo pinten del color que les salga del ciruelo.

En este país aún tenemos mucho que recorrer. En muchos aspectos, pero hoy tocaba hablar de productividad, y en este terreno la distancia que nos queda es aún muy larga. Y farragosa. Les hablaba antes de modernizar los medios productivos, de establecer protocolos de ejecución de actividades más o menos rutinarias, de incorporar auditorias de calidad productiva en las pymes. Y ahora les hablo de la tan deseable interactuación de la universidad y la empresa. Eso que sobre el papel queda cojonudo, y más en España, pero que llevarlo a la práctica es algo más delicado, que requiere compromisos férreos por todas las partes y ni saben los gobiernos ni tampoco las empresas. Yo creo que tampoco quieren, pero es solo una opinión. Si quisieran se habrían puesto a ello con mayor énfasis, al margen de las deseadas apariencias.

Es una lástima la fuga de grandes cerebros a otros países en donde se les reconoce su cualificación, y eso con lo caro que sale la formación de, por ejemplo, un ingeniero. Pues aquí poco más que les ponemos a barrer mientras que en otros países de nuestro entorno se los rifan, o subastan, subiendo las pujas a medida que van cogiendo experiencia, profesionalidad y con niveles de productividad que en España son impensables para ese nivel salarial. Tal vez consista en recortar los sueldos de esos que tanto hablan de productividad y nos dejen a los que de verdad aportamos valor añadido seguir haciéndolo. Ya sea él o ella, jefe o jefa, ministro o ministra, o como les dé la gana llamarlo, que para el caso todos sabemos a lo que nos referimos sin tanta tontería de usar en la misma frase y con tanta redundancia el masculino y el femenino.

Eso sí que es poco productivo. E ineficiente, como los políticos tan apegados a la dichosa moda.


Jorge Gili Ruiz nace en Madrid en 1970. Desde joven ha tenido una relación con el mundo de la literatura que le empuja a cursar un año de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Abandona esos estudios por su otra gran pasión: los números. Se licencia en Ciencias Económicas en la Universidad Carlos III de Madrid y más tarde obtiene un máster en Auditoría de Cuentas en la Universidad San Pablo-CEU.

Ha desarrollado su carrera profesional en el mundo de la banca, intercalándola con su gran afición a la literatura lo que le lleva a escribir artículos de actualidad con un toque periodístico, publicadas en español y en inglés en revistas españolas y extranjeras.

Gran aficionado a todo lo relacionado con el mar, es un apasionado de la historia naval española de los siglos XVIII y principios del XIX, lo que le ha llevado a emprender un nuevo proyecto literario centrado en uno de los grandes héroes de la historia naval de España: Don Blas de Lezo y Olavarrieta.