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Mar 092011
  

por Héctor Martínez Sanz, en la Revista Madrid en Marco

a diferencia de otros relatos, aquí la muerte sólo
es un detalle y más importante que la muerte,y,
por lo tanto, que la vida, es la memoria.
El libro de los susurros, 12

 
Mis padres me hablaron mucho de susurros y silencios. Mi madre mencionaba Radio Pirenaica, una emisión clandestina que funcionó desde 1941 hasta 1977, y que no convenía sintonizar a gran volumen, por quién pudiera estar escuchando detrás de las paredes. “Las paredes oyen” era y es una frase muy popular. No conversar de ciertos temas, no pisar demasiados sitios, hablar bajo… Radio Pirenaica, al parecer, emitía desde Moscú, pero a partir de 1955 lo hizo desde Bucarest (Rumania), con la Pasionaria a la cabeza.

Hoy tengo en mis manos El libro de los susurros y leo lo que ocurría en esa Rumania con el comunismo instalado y con el pueblo armenio por todos lados mientras la Radio Pirenaica realizaba su retransmisión. Dos caras de la misma moneda: lo que aquí se escuchaba como liberación, no era tal donde se emitía: “En 1958 murió Petru Groza. Se le organizaron unos funerales fastuosos. Ion Gheroghe Maurer lo sucedió como presidente del Presidium de la Gran Asamblea Nacional. Mientras en el exterior Rumania firmaba todo tipo de tratados, en el interior la represión se recrudecía para que, de esta forma, los rusos viesen que el gobierno controlaba la situación y que el Ejército Rojo podía retirarse del territorio rumano sin ningún temor. De nuevo, la represión, como era lo que estaba más a mano, se dirigió sobre todo contra los intelectuales. Los jóvenes encartados por apoyar la revolución húngara fueron expulsados de las universidades. Constantin Noica, Arsavir Avterian y otros fueron enviados a presidio.” Un poco antes, en la mañana del 4 de diciembre de 1957, los acontecimientos de Vadu Ro?ca. ¿Contaban estas cosas en Radio Pirenaica? Varias veces, al leer El libro de los susurros en España, he tenido la sensación de estar leyendo la historia del revés, o al menos, desde una perspectiva muy poco habitual. El bolchevismo no era una solución al nazismo ni a las dictaduras nacional-católicas, frente a lo que podían pensar los que en mi país se rebelaban contra el poder instalado. Ellos no sabían lo que ocurría a manos del comunismo. Sin embargo, los armenios huérfanos de patria o los rumanos conocían bien el percal que llegaba de todos lados, ya fuera de Alemania, ya fuera desde Moscú, ya de los Turcos, durante todo el s. XX. Allí no, en Rumania se sintonizaban Radio Europa Libre, Radio Libertad o la BBC: “El aparato de radio se instaló en la alcoba de Sahag, debajo de un paño bordado que representaba al trovador Saiat-Nova. Conectar la radio al mundo libre era un auténtico ritual. (…) La búsqueda de la emisora se hacía siempre igual. Porque Sahag, cuando acababa de oír una, pasaba a la onda larga, donde se escuchaba Radio Bucarest. «¿Quién sabe? Ellos podrían están en todas partes, a ver si nos vamos a descubrir como unos idiotas» «¿Quiénes son ellos?», preguntaba la tía Armenuhi (…) «Ellos, o sea, los que no somos nosotros, contestaba el tío Sahag».”
El libro de los susurros se ha escrito también entre susurros y silencios, precauciones o temeridades, desilusiones y esperanzas nunca cumplidas, sueños desbaratados de la peor forma posible… con la muerte, el crimen y el asesinato, la represión y la opresión –que no son lo mismo-, la persecución o las repatriaciones a mundos idílicos que, después, no existen. Pero no es un libro de historia, sino “de estados de conciencia”, apunta Varujan Vosganian: “El libro de los susurros no es un libro de Historia, sino de estados de conciencia. Por eso se vuelve traslúcido y sus páginas son transparentes. Es cierto que en El libro de los susurros hay muchos datos concretos referentes al día, la hora y el lugar. La pluma va demasiado rápida pero, algunas veces, decide demorarse para esperarnos al lector y a mí, y entonces pormenoriza quizás más de lo necesario. Cada palabra de más aclara, pero, precisamente por ello, disminuye el sentido.
(…) Cosas como las que aquí se narran les han ocurrido siempre a gentes de todas partes”
No es un libro de historia “ya que en ese tipo de textos se habla sobre todo de los vencedores; es más bien una recopilación de salmos, pues habla por lo general de los vencidos”. Varujan Vosganian insiste varias veces en esta idea. Podríamos añadir que, además de hablar de los vencedores, en los textos de historia se habla de dos o tres nombres que por alguna razón se graban en las páginas. No es Historia, con mayúscula, este libro, sino que es, a mí parecer, lo que Unamuno llamaría Intrahistoria: todo aquello que ha ocurrido, pero que no se ha contado o que se ha ignorado, y que tiene por protagonistas a la persona anónima y su día a día mientras acontece la Historia: “Entre tantos personajes reales, algunos nombres los encontrarán también en los libro de historia, pero otros sólo los hallarán en El libro de los susurros”.
Sin embargo, el principio de la Historia de los vencedores no siempre es así cuando se trata de Intrahistoria. De hecho, El libro de los susurros lo invierte: “No te precipites. Pocas veces quien parece haber vencido es el auténtico vencedor. Y la Historia la han escrito los vencidos, no los vencedores. Vencer es, a fin de cuentas, una especie de salida de la Historia”, dice el abuelo Garabet.
Esta Intrahistoria no se enseña en una clase sino en el seno familiar, vecinal, entre los conocidos, que pueden contar lo que les sucedió, o en fotografías -“En el libro de los susurros, las fotografías sustituyen a menudo a las personas vivas (..) Los armenios de mi infancia vivían más entre fotografías que entre hombres”- y sellos de las cartas recibidas de todas las partes del mundo, o también entre papeles iguales a otros papeles que sólo se diferencian por el nombre que figura en ellos y que convierten a un ejecutado en persona distinta a otro ejecutado. No se habla de sociedad, de pueblo, sino de individuos que sufrieron lo que otros muchos y que ponen nombre y apellidos a lo que en la Historia son simplemente cifras, ciertamente horripilantes, pero cifras. Porque sigue habiendo a quien le parece más terrorífico matar a mil que a cien, por la cantidad, y no perciben lo horrendo mismo en los miles que en los cientos: “Nos han dado nombres nuevos, compuestos de cifras, que designan todo cuanto es menester de cada uno, o sea, las primeras cifras remiten al número del artículo del Código Penal, y las dos últimas al número de años de presidio. Así nos confundimos con nuestras penas y ya no somos nada más”. Exterminio y Genocidio en anonimato son palabras que superan con creces la cifra, por lo demás jamás exacta. Basta idearlos, basta que alguien los planifique aunque fracase, para sentir asco. O, acaso como en El libro de los susurros, donde exterminio y genocidio surgen improvisados por los criminales, en convoyes, campos, y un reguero de muertos y destrucción sin saber qué hacer después con los restos, almacenados en al borde de los caminos o flotando en las márgenes de los ríos. Con ello, la muerte se hace visible, se vuelve protagonista a lo largo de la novela, con agrio sabor benefactor para el moribundo y el sufriente, con indiferencia para el asesino y con el amargor infinito para el superviviente.
El libro de los susurros es lírico, trágico y sentido en su fluida narración y en las descripciones. Lo es en el modo en que también lo son su narrador, los hechos y los personajes. El lirismo sensorial de las primeras páginas, de las comparaciones que realiza con la naturaleza, el simbolismo de muchas de las escenas –más aún todo el capítulo décimo primero- envuelven sucesos dramáticos de la historia contemporánea, de ese fatal s. XX en el que lo bueno se hizo extremadamente bueno, pero, sobre todo, lo malo parece haber llegado a un límite jamás sospechado por el hombre.
Si Cervantes escribía su Quijote simulando no ser más que un escriba, un recopilador de los legajos encontrados en un mercado, y provocando así un juego de multiplicidad de narradores, Varujan Vosganian aparece ante nosotros como narrador, no como autor. Entiéndase que el autor de lo que se cuenta no es él en modo alguno, sino los hombres. Él narra, documenta, hila los hechos: “Hay un único personaje que puede parecer imaginario porque su existencia transforma este libro en una realidad escalonada que se multiplica por sí misma, como dos espejos colocados uno frente a otro. Escribo a menudo sobre el narrador de El libro de los susurros. En mi narración, el narrador narra sobre El libro de los susurros, y en este nuevo libro narrador vuelve a aparecer el narrador narrando. Narra cosas sobre el narrador y su narración. Si se invirtiese el orden y llegásemos al último narrador, el que no tiene la debilidad de describirse a sí mismo, y viniésemos desde él hasta mí, entonces tendríamos el sueño, luego el sueño del sueño y así sucesivamente. Pero al escribir sobre el que escribe y éste a su vez está inclinado sobre el manuscrito en que existe también un personaje llamado autor y que escribo, estamos como en un descenso escalonado, como esos juguetes de madera metidos unos dentro de otros, las matrioscas que el viejo Musaian se trajo de Siberia.” Varujan Vosganian no es el creador de El libro de los susurros, sino el narrador de lo que ha escuchado narrar, o de lo que le han narrado fotografías y sellos, olores, lugares, susurros y silencios. No es, en modo alguno, el autor de una historia que empezó a narrarse antes que el libro: “Esta historia que nosotros llamamos El libro de los susurros no es mi historia. Empezó mucho antes de los tiempos de mi infancia, cuando se hablaba en susurros. Empezó incluso mucho antes de que se convirtiera en libro.” Tal y como él se describe, Varujan Vosganian es una presencia casual: “En el libro de los susurros he guardado para mí el lugar que suele tener el narrador, el de ser una presencia casual. No soy un personaje del libro e, incluso sin mí, las cosas habrían acaecido exactamente igual. La única diferencia entre los lectores del libro y yo es que yo soy su primer lector, hipóstais que, como decía, sólo es casual”.
Más que el primer lector, el primer oyente y escrutador de cuanto otros hubieron de vivir y sufrir. Es el niño que corretea, que está debajo de la mesa, que oye cantar La grulla, que observa susurrar a los mayores: “«Echad a ese chiquillo de ahí» decía alguna de las exuberantes mujeres que olían a colonia, las tías Parantem o Armenuhi. «Dejadlo», replicaba el abuelo. «Siempre habrá alguien para contar. A lo mejor resulta ser él el narrador»”. ¡A lo mejor! Profecía que se convierte en destino por cumplir: ser el juglar que haga saber la intrahistoria de todos aquellos susurros-“«¿Qué estás susurrando?», preguntaba yo. «Estoy leyendo», contestaba el abuelo Garabet. «¿Cómo que leyendo? ¿Dónde está el libro?». «No es menester.Me lo sé de memoria.» «Bien, ¿y cómo se llama ese libro? ¿Quién lo ha escrito?» «Quizá tú, algún día.» Justo lo que, mira por dónde, estoy haciendo ahora. Y precisamente lo titulo así: El libro de los susurros”-, el que descorra un telón pesado y doloroso de una obra que, lejos de ser puro teatro, comparte con éste su género trágico, la fatalidad impuesta a sus protagonistas. Varujan Vosganian es el narrador adulto que no dejó de ser el niño que escuchaba, es el niño-anciano -“«Déjalo», respondía el abuelo Garabet. «No es un niño corriente. Es un niño anciano»”-.
Por otro lado, se muestra cervantino también en su ser “historia de historias”, aunque no “novela de novelas” como lo fuera El Quijote. Son las vidas descompuestas de sus personajes-reales, escritas en sucesivas escenas, saltando de uno a otro, saltando de un tiempo a otro, como la de Minas el Ciego, la del Mago de los Mapas o el Mago de las Frutas, la historia de Misak Torlakian, la de Esek –“el burro”-, la de Yusuf o Sahag Seitanian recorriendo los círculos de un infierno peor que el dantesco, la historia del mayor y más generoso testamento de Hartin Fringhian, el General Dro y la leyenda de sus armas, la del buen señor Quedateian… por ser cervantinos hay incluso un episodio de quema de libros, real, no hecha por curas y barberos, sino como se hace en toda dictadura que siente que, entre las palabras que se escriben y las que se susurran se alberga el juicio que la condenará. Y todas ellas son esa intrahistoria entreverada de acontecimientos, tan habituales entre los hombres como incomprensibles más allá de la lógica histórica.
De alguna manera el concepto de “novela” se desvanece en nuestras manos. No es Historia, el narrador no es el autor, los protagonistas no son ficción, los hechos son reales. El libro de los susurros no es una “novela”, ni en su sentido de ficción ni en su sentido histórico-biográfico. Es, como su propio nombre indica, un libro, único, que no se lee, sino que se escucha en la voz baja de sus protagonistas, que se fragmenta en múltiples perspectivas como un espejo fragmentado, el mismo espejo que es difícil fotografiar –narrar- evitándose a uno mismo: “¿Cómo fotografiar el espejo sin verse uno mismo reflejado en él? ¿Cómo comprender el mundo situándose fuera de él?”. El gran drama es que situados dentro lo entendemos aún menos, su sentido se escurre y escapa de nuestras manos… y nos abisma. Entonces, sólo queda una solución: “El arma más terrible contra los espejos es la memoria, conque démosles memoria a los espejos”. Así lo ha hecho Varujan Vosganian al narrar El libro de los susurros.

1 “Cartea Soaptelor”, Polirom 2009; “El libro de los susurros”, Pre-Textos 2010

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