Dec 082011
  

por Héctor Martínez Sanz en la Revista Niram Art Israel

Introducción al libro “Baruch Elron”, Ed. Niram Art, 2011, Madrid

Héctor Martínez SanzHéctor Martínez Sanz 

Han puesto ya la primavera en mi ventana. Me asomo y veo pasar, surcando el aire, hombres con chistera montando en sus velocípedos Gran Bi; algunas aves aletean sus plumíferas manos y las tijeras levantan el vuelo mientras los árboles sonríen con su viejo rostro esculpido por la experiencia. Una música lejana suena en las cuerdas de un femenino cello, acompañada su melodía por un arpa en pie, y dirigidos ambos por la partitura que una trompeta compone. Las flores visten a todas las mujeres que pasean ante mí, y me miran y en ellas encuentro la misma faz de belleza juvenil. Un poco más allá, un hombre de cejas pobladas y mirada penetrante, honda, con perilla en perfecta semicircunferencia, me espera con un dorado reloj de bolsillo en su palma. En el alfeizar de mi ventana hay dos papelitos. En uno puede leerse «non nova sed nove» y en el otro, más pequeño, está escrito: Elron. Tomo mi chistera, mi velocípedo Gran Bi, mi reloj de bolsillo y salgo a su encuentro…

Así ha de ser este libro para el lector: una ventana abierta al mundo de Baruch Elron. Mundo en el que nada nuevo hay bajo el sol, sino una nueva forma de contemplar las cosas, nueva manera, nueva perspectiva. Es lo que llamamos «creatividad» frente al concepto de «Creación»: una reordenación demiúrgica del universo gobernado por el tiempo. Elron, demiurgo artístico, recrea, recoloca y dispone los elementos de la vida en una nueva configuración que transforma la visión del mundo y su comprensión, porque la realidad humana –lo que el hombre llama «realidad»- no es absoluta, sino convencional, un acto creativo que realizamos día a día; ni es fija, sino dinámica y cambiante, inmersa en el fluir del río del tiempo y sometida a una metamorfosis perenne.

En consonancia con el arte de la segunda mitad del s. XX, por ejemplo con el teatro de Ionesco o Beckett, leeremos en Elron el lema de Tertuliano «de facto credo quia absurdum», esto es, creo porque es absurdo. Efectivamente, para Ionesco, si el arte debía imitar la vida y ésta se manifestaba absurda, el arte mismo tenía que ser absurdo. Lo absurdo alcanza un valor contrario al que se le adjudicaba. En la pintura de Elron, el absurdo surgido de la yuxtaposición de elementos tiene un valor superior y un significado intrínseco que no hay que desechar.

Entender de este modo la vida, la realidad, el mundo -no sólo como categoría metafísica-, es comprenderlos estéticamente a través de la metáfora y el símbolo, lejos del corsé de un lenguaje tan sistemático y categórico como insuficiente. Supone abandonar el concepto vacío, deshacerse del viejo cascarón del huevo incubado durante siglos y quebrado hace mucho tiempo, echar mano de la intuición y su poder evocador, así como suspender leyes que sólo sospechamos inquebrantables.

A pesar de que en el arte y el pensamiento la tradicional visión lineal, historicista y esencial del ser humano y su entorno ha sido rebatida, aunque esté mostrado tiempo ha que aquello que llamamos «realidad» no es más que un constructo antropomórfico, un concepto que varía según los hombres variamos nuestra descripción de la misma o el sistema que nos sirve de lente para mirarla, y pese a que el mundo siempre oculta una parte de sí ante nosotros, continúa muy arraigado en la conciencia humana general que cuanto percibimos es tal cual lo percibimos. Todavía muchos no asumen la «fe racional» sobre la que hacemos descansar nuestro conocimiento y apenas aceptan la distinción entre la manera en que se muestra el mundo y la manera en que lo captamos nosotros. Y, no obstante, la forma de mirar, la perspectiva, la manera en que nos ponemos a nosotros mismos en el mundo influencia el panorama que vemos, sin que, en verdad, tengamos algo nuevo ante nuestros ojos.

Baruch Elron comprende perfectamente esta distinción. De ahí que subraye el lema latino «non nova sed nove»: la realidad –como aquello puesto frente al hombre- no cambia, cambia nuestra forma de contemplarla y nuestro concepto de «realidad» –como aquello que construimos y conocemos-. Es el único modo de aproximación y recreación de la misma. Pero, por igual razón, es un modo que no permite absolutizar, pues el movimiento y dinamismo de la realidad no deja de ser nuestro propio movimiento al variar la perspectiva. Todo lo contrario al idealismo –ya platónico o hegeliano- o al realismo ingenuo. «Cada ser humano tiene su propio marco que delimita un espacio donde se siente bien, cómodo, seguro y amparado. Sin marco, el hombre se siente desnudo y está incomodo. (…) como dicen los Salmos: “Lo que fue, será. Nada hay nuevo bajo el sol.”. Lo único que cambia es el marco» (1)

No se trata del antagonismo entre lo aparente y lo real para afirmar una realidad absoluta e intangible, separada y racional, sino de la intersección entre lo aparente como fenómeno y el sueño. Sobreponerse a la realidad, en sus dos sentidos externo e interno. Las dos realidades se superponen, no bajo el esquema de subordinación clásico o el de la coordinación que las concibe como realidades independientes, sino según la yuxtaposición de los motivos que integran la obra. Los fenómenos provenientes de la experiencia real se interconectan por los nexos de la irrealidad fantástica. Por ello que Jean Askenasy, desde la cercana amistad, afirme que «Bick es la única persona que yo he conocido durante toda mi vida que, después de haber vivido durante 70 años en la bigamia real-irreal, se retrae en una vida irreal, para volver a escribir en óleo la experiencia vivida»(2)

 

“Baruch Elron”, Ed. Niram Art, 2011, Madrid“Baruch Elron”, Ed. Niram Art, 2011, Madrid 

 

Ésta es la causa de que podamos hablar de surrealismo figurativo en gran parte de los trabajos de Baruch Elron, en una línea paralela a los muy conocidos Ernst, Magritte, Delvaux, Tanguy, De Chirico o Dalí, o más contemporáneamente, con oportunas salvedades, a Onik Sahakian, Francesc Moresmont, Heidi Taillefer o el discípulo de Elron, Alex Levin.

Tal y como ocurre en De Chirico, en numerosas obras de Elron la figura humana se desvanece en su propia sombra, siendo sólo reconocible por los atuendos y objetos muertos tales como calzado, bastones, sillones, monóculos o gafas y sombreros. No ocurre así, sin embargo, consigo mismo o con Lydia, su mujer, insertando un punto biográfico de autorretrato que trae a las mientes los motivos de Dalí con Gala –sin la extravagancia ni el narcisismo de éstos-. Con Elron lo inerte se anima en un escenario contra-lógico que sobrepasa la realidad racional; los objetos y los seres se metamorfosean y relacionan por la libre asociación de lo onírico que los aparta de su denotación convencional, aunque adoptan un significado simbólico propio, tanto por separado como en conjunto. Cabe reconocer las formas, pero el contenido tanto individual como colectivo de los elementos de la obra se muestra y sugiere a la intuición antes que a la conciencia y a la razón. Un simbolismo que aparecerá también con cargas eróticas de un sensualismo refinado y trascendente muy ligado a la naturaleza y su armonía. De esta manera, paisajes, árboles y flores, aves y peces, objetos del pasado, huevos, relojes… desfilarán ante el espectador en el escenario de la obra con la naturalidad con la que en el sueño se suceden, en un principio, ilógicas e incongruentes las imágenes.

Sin embargo, Baruch Elron se distancia de la agresividad y la violencia o la provocación sexual, es decir, del continuo golpear con el martillo del desafío impúdico y rebelde de espíritu revolucionario. Y es que conviene distinguir dos surrealismos temáticos (3): el primer surrealismo, nacido en el seno del nihilismo y la descreencia humana del primer tercio de siglo XX, como un contingente vanguardista impulsado por la convulsión y crisis de la época; y un segundo surrealismo, posterior a la Segunda Guerra Mundial, de mayor raíz mística y onírica, en el que desaparece la noción de “pertenencia a un grupo” y emerge el artista individual, que prosigue la línea surrealista más como estilo y técnica personalizados que como movimiento pictórico, más como medio y herramienta de expresión intencional que como arma contra las vicisitudes del momento. El componente crítico de los primeros se ve reemplazado, aunque no completamente, por el componente alegórico que adquiere el surrealismo en los segundos, donde se circunscribe Elron, próximo a la Escuela de Viena y su apuesta por el Realismo Mágico cuyas raíces se hunden en el estilo de Magritte y se rastrean, por ejemplo, hasta el Bosco. Acaso un tercer surrealismo finisecular podría identificarse en un sentido de «moda» y comercialización, meras imitaciones conscientes y académicas de los anteriormente mencionados, y con el que Baruch Elron conviviría pero con el que no se mezclaría nunca.

Antes bien, ese surrealismo figurativo de la segunda mitad del siglo XX vuelve la vista hacia atrás y revierte el curso del tiempo. Dos de los motivos favoritos de Dalí, el huevo y el reloj, reaparecen en Elron con sentido científico, mitológico y cosmológico.

Tal y como ocurría en Dalí, o también en otro genio como el escultor Constantin Brancusi (4), el ovoide adquiere el significado cósmico y de fertilidad mitológicos, de retorno a un origen e invitación a la fundación del tiempo antiguo como tiempo nuevo –«omne vivum ex ovo»-. Un huevo que aparecerá en ocasiones eclosionando, o en otras como cascarón vacío y roto, que traslada una visión pesimista; en cambio, también aparecerá el huevo traslúcido que deje entrever su contenido como promesa de nueva vida engendrada, como mito de eterno retorno, de perpetua renovación.

Junto al huevo, el ojo. El ojo del espectador que contempla y el ojo que desde el cuadro provoca al espectador. El ojo de la yema del huevo, fuera de su cáscara, servido en un plato para ser comido como en “La mirada del ojo frito (5) o “Huevo cósmico”, o en “El sombrero del hombre es la mesa del hombre” donde aparece el lema «In ovo veritas». El ojo que recuerda los ojos de Magritte y el ojo de Horus. Elron dirá: «Los ojos son la mejor y más maravillosa forma de expresar la existencia humana.” (6)

A lo que habría que añadir: «Si yo triunfara mundialmente abriendo los ojos de un pequeño grupo de personas a través de mis pinturas y les previniera de la pérdida de su personalidad en la moderna sociedad – entonces me consideraría a mí mismo como un pintor exitoso»(7)

Efectivamente, se verá que los cuadros de Elron abren los ojos e incitan a que nosotros, los espectadores, los abramos del mismo modo al mundo en el que vivimos. Acaso, en una sola pintura, “Los ojos habladores”, no se abren los ojos, sino que estos permanecen ocultos tras los párpados convertidos en labios. Mirar y hablar son una misma cosa. Un ojo que cabrá ser interpretado también en las series de ventanas que, al modo de ready-made, Elron fusionara con la materia pictórica, pudiendo entender que «la ventana nos da la fascinación de conocer lo desconocido, es los ojos de la casa y una atracción hacia lo que no está permitido»(8)

En cuanto al reloj, el de bolsillo y cadena, o el de arena, ciertamente no son los relojes derretidos de Dalí, cuya blandura representaba el principio de placer que rige al Ello psicoanalítico, pero tienen la misma aproximación metafórica como principio de realidad al que, en el psicoanálisis, se somete el Yo. El tiempo, en el reloj, se manifiesta irónicamente, por ejemplo en “El malabarista del tiempo” –donde Elron toma como referencia a Magritte y su “Principio del placer”-, como una amenaza con la que se juega, que se relativiza a la vez que condiciona al hombre. Detenerlo, hacer malabares con él, subrayar su irrelevancia, y, no obstante, tenerlo siempre presente. El hecho de que se represente en los relojes de bolsillo y de arena no deja de ser significativo: se trata de relojes donde el tiempo todavía no ha perdido su descripción cíclica frente a la linealidad, relojes a los cuales es necesario darles la vuelta, o en los que las agujas realmente no avanzan sino que describen el círculo primordial que las lleva de nuevo al origen. Baruch Elron, frente al megalómano Dalí cuya negación del principio de realidad lo lanza a las capas más profundas del deseo, nos aproxima, en su rechazo al mismo principio, a una comunicación con el tiempo natural y, desde aquí, nos conduce a niveles superiores de trascendencia de la existencia humana.

El tiempo individual, el humano que se establece entre los dos puntos críticos y vitales de nacimiento y muerte como una línea recta, carece de importancia. Precisamente por esta razón no sentiremos en las obras de Elron como tema fundamental las angustias vitales. Servirá comprobar la superposición de ambos modos de tiempo, humano y natural, en la serie dedicada a “Las Cuatro Estaciones”: allí las dos figuras humanas –autorretratos- envejecen como humanos en medio del ciclo natural de las estaciones. Irremediablemente el Invierno nos hace imaginar la vuelta de la Primavera y el recomienzo de todo.

La consecuencia más directa de la cuestión del tiempo será una especie de evasión temporal de tipo romántico, perceptible en los objetos puestos en escena y en desuso en los años del artista –chisteras, velocípedos, relojes de bolsillo, monóculos…-. La espontánea mezcla y coincidencia, yuxtaposición, de tales objetos cohesiona el impacto surreal de la obra, contra el futurismo que cimentaba al surrealismo anterior. Baruch Elron, desde una perspectiva historicista –pese a haberla abolido, la empleo para común entendimiento-, no avanza, sino que retrocede… hasta el Clasicismo manierista… y más allá, hacia el primitivismo de la imagen y el pasaje bíblico. Elron los reactualiza con un nuevo marco.

Tópicos renacentistas y grecolatinos se multiplican como emblemas de las obras: «Tempus fuget», «Laudator temporis acti», «Ars longa vita brevis», «Tempus edax rerum», «Sustine et abstine»y entre ellos, recordemos el fundamental con el que abríamos esta introducción: «non nova sed nove». Todo ello envuelto en una simbiosis entre naturaleza y ser humano, representado en la figura femenina, la fertilidad. Pero no sólo. Elron sabe tomar del Renacimiento y del Arte Flamenco la cromática y contraste entre fríos y cálidos, el detallismo, el concepto del espacio, los fondos y la profundidad de la composición, aunque desde una posición manierista y barroca, es decir, refinada, irreal, deformante del ideal clásico, y subjetiva, donde color y luz se enfatizan, a la vez que resulta artificiosa y devota del movimiento y lo ondulante, de la horizontalidad y la inversión, frente al equilibrio armónico y vertical del Renacimiento. Ni que decir tiene que el manierismo se revitaliza en los pintores surrealistas y es asumido por la Escuela de Viena y su enfoque realista-mágico, vivificado en obras como las de Ernst Fuchs (9), Aril Brauer, Rudolf Hausner, o la segunda generación representada por Kurt Regschek, Herbert Benedikt, Franz Luby y Helmut Leherbauer, con quienes Baruch Elron tiene francas similitudes técnicas, estílisticas y temáticas.

Ahora bien, la serie en que de mejor manera podemos percibir ese «non nova sed nove» es la dedicada a los pasajes del Antiguo Testamento como Adán y Eva, el Diluvio, Jonás y la ballena, la Torre de Babel o el descenso de Moisés del Sinaí con las Tablas de la Ley. Tal y como aseguré en un artículo: «Moisés descendiendo del Sinaí en motocicleta y con auriculares o con una bandolera, para encontrar a los adoradores de áureos becerros –dinero- entretenidos en el desierto con sus quads. El tiempo pasa, los tiempos cambian, las Tablas no, no pueden hacerlo, porque son eternas, son divinas, son para todo tiempo, son para el fin de los tiempos. Moisés, su guardián, también. En otras ocasiones, es el diluvio, con autorretrato en primer plano, ante el que permanecemos indiferentes, ocupados en el amor bajo un paraguas mientras todo perece. Adán y Eva cubiertas sus partes por billetes. Vemos a la Torre de Babel caminando con distintas piernas que, probablemente, no saben dónde van. No serán esta vez las lenguas lo que le pierda. Jonás transformado en un submarinista varado en la orilla mientras la famosa ballena se marcha»(10)

El relato bíblico permanece inalterable aunque reactualizado con elementos de la contemporaneidad, los cuales hacen de nuevo y creativo marco para una nueva realidad superpuesta a la realidad del Antiguo Testamento. Personajes y hechos se mantienen inalterables mientras que son los objetos que los enmarcan aquello que los revitalizan en el tiempo presente. Al igual que sucedía en la serie de “Las Cuatro Estaciones”, hay una realidad atemporal fundida con la realidad lineal humana.

En este viaje temporal hacia el pasado, desembocamos con Elron, sobre todo en los años noventa, en un primitivismo paradigmático cuyos antecedentes podríamos rastrear hasta Matisse, Gauguin y Picasso, y próximo al Art Brut de Dubuffet, con matices expresionistas, al modo de Rouault, esto es, sin la violencia del color, y evitando el estilo naïf que por ese camino se desarrollaría posteriormente. Usar aquí el término Art Brut no pretende encajar a Baruch Elron dentro de la misma categoría del arte de los marginales, del Outsider Art, ni mucho menos. Antes bien, el mismo Dubuffet conocía la existencia de artistas próximos al estilo Brut pero que, para diferenciarlos de la colección de Lausanne, los denominó bajo el término «Nueva Invención».

En Elron se trata de obras en las que desaparecen el detallismo, la perspectiva y la profundidad en un ejercicio de abstracción infantil, de simplificación de las formas con deformaciones planas de las figuras que recuerdan pinturas pre-académicas donde el concepto de representación supera la pretensión mimética, como en “El borracho Baco” o “Mi gato y yo”. Incluso llegamos a encontrar fundidos símbolos anteriores como las aves-manos con obras de este estilo, como ocurre en “No me hables con tus manos”. Realmente, despojarse de la norma y sustraerse a lo meramente rudimentario y elemental llega a ser complicado para un artista labrado en la tradición.

Primitivismo no quiere decir únicamente acercarnos al hombre primitivo y a la pintura rupestre en los muros de las cuevas, sino que también, y fundamentalmente, supone una aproximación a la base intuitiva que todos tenemos del fenómeno artístico, ejemplificado en los años de guardería, sin convencionalismo ni estudio previo. Elron nos pone ante el origen, en el interior al hombre, del arte que viene con nosotros al mundo. Arte, vida y hombre son inseparables, pues, a través del arte el hombre ha de abrir los ojos a la vida.

Junto a Magritte, debemos señalar dos referencias pictóricas más para seguir la obra y evolución de Baruch Elron: Chagall y Van Gogh.

En páginas anteriores hemos visto el motivo del ojo o, también, la sustitución de las cabezas por la luz. Fijándonos más en ello, veremos que la influencia de Magritte en “El malabarista del tiempo” o en “Iluminando el liderazgo” da lugar a otras representaciones del motivo en “Eureka”, donde la luz-cabeza es un candil que se enciende por la propia mano, o en “Las tres gracias”, eco de Rubens, las cuales se nos presentan como tres cerillas prendidas. A partir de aquí, la luz en el color, adquiere un sentido simbólico en diversos elementos entre los que destacan las velas como nueva forma de metaforizar sobre el tiempo y la existencia, que es el caso de “El final o Retrato de Razi”.  Recordemos aquí una pintura del belga titulada “La facultad imaginativa” donde huevos y vela conforman el núcleo de la obra. Del mismo modo encontramos a Magritte en “Un paseo por el tejado” de Elron, quizás como paso previo a la lluvia de “Golconda” del pintor belga, o en “El tercer ojo” de Elron en el que nos cruzamos con el oculto autorretrato del hombre con bombín de “El hijo del hombre”, cuya manzana, tan repetida como símbolo de la tentación, la veremos reaparecer en sucesivas obras de Elron.

Por otro lado, Vincent Van Gogh y sus famosas “Botas de trabajo” o sus “Girasoles” son reconocibles como motivos que Baruch Elron inserta en su universo. Es, desde luego, lo más evidente. Sin embargo, teniendo en cuenta dichas fuentes, entre un Magritte que no terminaba de abandonar el impresionismo y un Van Gogh que se movía en la frontera del posimpresionismo y el expresionismo, tomando el relevo a Manet y Monet, no resulta extraño percibir ecos de tales estilos en homenajes de Elron. Sobre todo, ocurrirá en los paisajes y bodegones realizados en las décadas de los ochenta y noventa de siglo pasado. Los “Cuervos en el campo de trigo”  se convierten en la paleta de Elron en “Mirlos tras la cosecha”; humorísticamente, las “Botas de trabajo” del neerlandés, se toman un descanso en “Un solitario zapato o Un zapato de vacaciones”.

En cuanto a los bodegones, descubriremos fuertes tintes románticos unas veces, o impresionistas en otras, aunque en ocasiones podemos encontrarnos ante reminiscencias del barroco holandés, como ocurre con “Aún vivo con calavera” que nos recuerda, por ejemplo, las “Vanitas” de Linard, o a las múltiples naturalezas muertas de Pieter Claesz como “Calavera con pluma de escribir”.

Sin duda, una de las correspondencias más claras entre Baruch Elron y la historia del arte se da con Marc Chagall, preludio del surrealismo que coqueteó con todas las vanguardias y revolucionó sin extravagancias el arte del siglo XX. Son muchas las coincidencias entre ambos pintores judíos. Desde el aire optimista que, en Chagall, desprenden las pinturas de vivos colores, pasando por convertirse en observador del mundo junto a Bella, su mujer, hasta los motivos de instrumentos musicales y los pasajes de la Biblia como inspiración.

Efectivamente, no podemos pasar por alto una obra como “El violoncelista”, siendo el cello, junto a trompetas y liras, el instrumento más reiterado en la obra de Elron dentro de su propia sinfonía. Ambos pintores funden intérprete e instrumento feminizando al último, aunque en el caso de Elron, de hecho, el intérprete se desvanece, y, siendo completa la fusión, queda el cello metamorfoseado con las formas del torso y cadera de la mujer -mismo caso que el de Picasso y sus violines-. En Chagall también encontraremos un “Malabarista” del tiempo y numerosas bouquet de muy diversas flores.

Sin duda alguna, Baruch Elron afirmaría las siguientes palabras de Chagall: «Desde mi primera juventud quedé cautivado por la Biblia. Siempre me pareció la más grande fuente de poesía de todos los tiempos. Desde entonces, he buscado ese reflejo en la vida y en el arte. La Biblia es como una resonancia de la naturaleza, y yo he tratado de transmitir ese secreto.»(11)

Moisés y las tablas, Jonás o la visión cubista de Adán y Eva, sirven de tema a ambos pintores. Son famosas las “Ventanas”  de Chagall de la iglesia de Fraumüster, vidrieras bíblicas con protagonistas como Elías, Jacob o David y Betsabé. De hecho, es la ventana un elemento que va a predominar en ambos artistas, sirviendo a Chagall para mostrar paisajes abiertos y campo. Y no es baladí el motivo, pues también ocurrirá con Magritte quien, además, tiene una pintura titulada “Llave al campo” –una ventana de cristal roto-. La ventana, el cristal roto y Jerusalén, con escenas cotidianas o paisajes, se unen en Baruch Elron para una serie de obras envueltas con el marco real de las antiguas y tradicionales ventanas judías. La ventana como un ojo que observa uniendo interior y exterior metafóricamente. «Para mí la ventana es un puente tendido entre mí y mi entorno. Una ventana rota permite que muchos estímulos la atraviesen entre luz, vistas, ruidos, calor, frío. Alegóricamente, los trozos de cristal representan las limitaciones humanas en su sistema de perspectiva con el medio.»(12)

En ellas existe un deseo de liberación. ¿Por qué cristales rotos y no ventanas abiertas? La representación incluye esta violencia del cristal quebrado frente a la serenidad de la ventana abierta, lo cual nos induce a pensar que existe una razón de mayor raigambre psicológica y emocional que la meramente contemplativa. La ventana actuará como frontera con el mundo, como obstáculo a derribar, al que asomarse y que atravesar. Una barrera que permite ver el otro lado a la vez que separa dos realidades. Hay que, dijimos, sobreponerse a la realidad uniendo interior y exterior. Es menester romper la ventana cuya resistencia sólo está en nosotros. Es, lector, romper la ventana de la que empecé hablando y que ahora, juntos, vamos a atravesar…

H.M.S

Madrid, marzo de 2011


(1) Baruch Elron, Texto para el catálogo de la exposición  “Una nueva mirada a las historias de la Biblia”. De la versión española Niram Art Israel Revista de Cultura y Arte judío, abril de 2011.

[2] Jean Jacques Askenasy, “Baruch Elron”, Revista Minimum, no. 230 / 2006, Israel. «Bick» es el apelativo cariñoso con que los amigos conocían a Baruch Elron.

[3] En cuanto a la forma se ha dividido el surrealismo en abstracto y figurativo, de donde recojo el término Surrealismo Figurativo en el caso de Baruch Elron, con matizaciones que veremos más adelante.

[4] Para ahondar en estos aspectos de la obra de Brancusi remito al lector a Mircea Eliade, “Brancusi y a mitología” incluido en “El vuelo mágico” (ensayos de 1934-1986) y al Cap. 1 de mi libro “Pentágono” (2010)

[5] El extraño título se debe al juego de palabras en hebreo entre la expresión (huevo frito) y la palabra (ojo).

[6] Baruch Elron citado por Miriam Or, “The magical world of Baruch Elron” (2004), Notes and Critical Opinions: Davar, 28. 1. 1971. La traducción es mía.

[7] Ibíd.

[8] Jean Askenasy, “La ventana como metáfora en la pintura de Elron”; Revista Ultima Hora, Israel, 2006.

[9] Sobre la Escuela de Viena del Realismo Fantástico y Ernst Fuchs recomiendo la lectura del artículo de Carlos Arenas Orient, “Ernst Fuchs y la Escuela de Viena del Realismo Mágico”, Revista Ars Longa, núm. 13, 2004, pp.105-110. Como bibliografía general, recomiendo de Johann Muschik, “Die Wiener Schule des Phantastischen Realismus” (1974) así como “Wiener Schule des phantastischen Realismus”, Städisches Museum Leverkusen Scholß Morsbroich 23.4-30.5.1965.

[10] Héctor Martínez Sanz, “En la madriguera de Elron”, Niram Art Israel Revista de Cultura y Arte Judío, diciembre de 2010.

[11] Marc Chagall citado por Javier Arnaldo en “La pintura al dictado del amor” Fundación Juan March, Boletín Informativo nº 290, Mayo 1999. pp. 30-31.

[12] Baruch Elron citado por Miram Or, Op. Cit. Parte VI.