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Si una compañía de seguros o una empresa ocupada en peritajes, hiciera un prolijo inventario en la imponente residencia de los Campuzano, con toda seguridad, en la columna asignada a los bienes muebles, quedaría incluida la silla de ruedas y su perenne ocupante, Rosario.
Este lugar ha sido ganado ”centímetro a centímetro” en un desigual combate con la vida. Al menos así ha sido en los últimos diez años.
Nadie imaginaría la enorme sala, sobria y elegante, el florido y luminoso comedor de diario con sus ventanas mediterráneas enmarcadas con macetas rebosantes de violetas de los Alpes, sin la silla de ruedas que, a manera de trono, la anciana utiliza desde que una, en apariencia inocente caída, significó la fractura de una cadera y su posterior invalidez.
Hoy tiene noventa años, y a esas alturas de la vida, soldar huesos no es tarea fácil.
A pesar del accidente, infortunado pero previsible, no ha perdido aquella vitalidad que fue su principal atributo, unida a la indiscutible autoridad que emana de cada célula de su cuerpo, asomando a sus ojos oscuros.
A nadie se le hubiera ocurrido discutir una indicación de Rosario. Ahora ni antes.
Desde su silla de ruedas sigue siendo el capitán de ese barco que timoneara por tantos años. Surcó aguas tranquilas y violentos huracanes, tripulando con firmeza. Hoy sigue 4 conduciendo los destinos de la familia. Con apenas el movimiento de una mano, el personal sabe con exactitud qué debe hacer o no.
La “Nena”, como fuera apodada por su madre hace noventa años, así llamada por más de una generación durante casi un siglo, hoy dormita, arropada en su silla. En una apacible introspección, su mente divaga. Va y viene en el tiempo. Dormita y una tenue sonrisa se dibuja en sus labios marchitos. Mirarla es como el dulce tiempo interminable en que observamos dormir a un bebé: plácido, confiado, parece que apenas respira. En un momento aprieta los párpados, en otro sonríe en su sueño de ángel, en otro frunce el ceño amagando llanto. Igual es con Rosario.