David Fernández Rivera
Poeta, dramaturgo y director teatral
Desde tiempos inmemoriables, tanto la alta poesía como el chamanismo tuvieron, como motivo recurrente, la búsqueda de un sendero tan conocido para nuestros corazones y virtudes, como imperceptible en la mayor parte de los casos por la ilusión del mundo consciente; un universo paradógicamente asfaltado con la negación de este camino intrínseco a nuestro ser, detonando así las riendas en la colmena de la metrópolis. Ahora bien, en vista del tiempo arrebatado a la justicia natural, y no solo en la perspectiva onírica, sino también “real” y quimérica (puesto que sería de necios, y más abordando cualquier tema poético que se precie, considerar únicamente una realidad tangible y absoluta); la gran preocupación actual subyace en estas plegarias de estelas líricas, puesto que todavía siguen solapadas por un gran artesonado blindado que, no solo oculta nuestra verdadera identidad telúrica, siempre cargada con la premisa innata de la búsqueda de las verdaderas raíces humanas, sino que también indica una dirección hacia los campos minados con las nuevas leyes positivas, sustitutas a golpe de cañón, de toda armonía natural. Del mismo modo, es aterrador pensar en el marco de un nueva consciencia colectiva que desconoce, con el mismo tesón que evita nuestra etiología, para lanzarse a los surcos inflamados en la mentira de una savia artificial.
Esta situación no es consecuencia de la crudeza hacia la vida de la nueva sociedad contemporánea, sino que se ha ido forjando desde la lejana noche de los tiempos. Si tratamos de evocar un inicio para nuestra tierra, este puede ser considerado como el contraste total y categórico con la destrucción del hoy, ayer y mañana. Y es que el mensaje artístico ha de recorrer una voz atemporal, como el ideal absoluto de armonía e incluso del irracionalismo necesario para conocer las verdades en los estigmas que todavía merodean el peso agotado e incomprendido en la libertad del vivir.
Aquellos primeros años, incluso siglos, estuvieron marcados por la simbiosis y la unidad de todos los elementos que conformaban nuestra tierra. En contrasentido, esta fusión también se convertiría en el caldo de cultivo para dar el pistoletazo de salida hacia lo que hoy consideramos “progreso”, una palabra que no necesariamente ha de indicar desarrollo positivo, pues este es patrimonio único e intransferible de la vida. Indudablemente, todos los cambios de la mal llamada “prosperidad”, tuvieron mucho que ver no solo con la involución del ser humano, sino también con la pérdida de las llaves hacia el más que necesario camino de regreso. Lo lamentable es que, antes de este alboroto, todo danzaba al unísono de un mismo lenguaje conformado por las voces, en ocasiones disonantes, que configuraron la armonía y magnitud inquietante del todo.
El ser humano en su afán de “evolucionar”, quiso romper con aquella vibración panteísta donde lo comprensible e incomprensible eran lo extraño, pues la luz, la oscuridad o el aroma de una flor, no se interpretaban, sino que se interaccionaba con ellos con la misma intensidad con la que empujaban aquellas emociones que ya no pueden describir los hijos del espejismo, me refiero a la mayoría de lenguajes modernos ( y no solo fonéticos), tan carentes de libertad como plagados de un “complejo” reduccionismo semántico. El anterior alegato no debería sorprendernos, pues estas lenguas han crecido de la escisión que hizo eclosionar la madeja en ciernes de nuestra actual sociedad de plástico, un lugar donde la ley positiva cabalga sobre un ejército de inhibidores que imposibilitan con crueldad todo atisbo natural, toda súplica hacia los surcos del pasado, es decir, toda representación auténtica de nuestra voz.
Estos estandartes de la normalización, en pro de un desarrollo que sacrifica lo inherente por la tenencia de atributos tan falsos como carentes de valor, y ahí encontramos el espacio para el dinero, los bienes físicos o el poder sobre una ilusión moldeada a imagen de las escasas miras de nuestros sentidos y palabras. Y así, la escuela, la homologación de actividades (incluso las “artísticas”), el sistema productivo, la imagen de las necesidades creadas, etc…, han conseguido crear un regimiento tan fiel como alocado de las mayores perversidades de la alienación humana.
Cuando se alcanza la consciencia, no la epidérmica, sino la que revuelve día a día las entrañas del viajero al contemplar este campo de exterminio, es muy sencillo dejarse seducir por los pensamientos más pesimistas, razonamientos que normalmente no llegan a abandonar el difícil camino sobre el filo tan oxidado como liberador de la muerte. Pero el aliento no ha dejado de fluir, aunque sea de un modo recóndito, pues cuando realmente se quiere ver a través de la sangre empañada de los ojos, siempre se puede discernir, entre la podredumbre, no solo las grandes atalayas que ha construido a contracorriente la historia de la humanidad, sino también nuevas perlas brotando a hombros de gigantes todavía imperceptibles para la masa. Y es que a pesar de la siega de los inhibidores, todavía quedan muchas de las arterias que nos conectan de modo decisivo con las ganzúas que conocen el código del blindaje, con nuestra verdadera esencia natural… Y al referirme a estos capilares, quiero señalar la necesidad del mencionado espíritu chamánico y poético, es decir, el de toda manifestación que llegue a nuestro mundo a través de un corazón que late muy lejos del “progreso” para servirnos como guía; me estoy refiriendo a la verdadera poesía, al teatro que no entiende de los códigos industriales, a la comunicación absoluta de la pintura, al sonido que quiere ver más allá de la proyección alienante de la música, etc…
Por supuesto que aquí también están y brillan con luz propia todos los intentos e inicios de comunicación poética, un lugar donde se encuentra Iván Sopeséns a través de este ejemplar de “Agonía bajo la Atlántida”. Un tomo cuando menos singular, pues además de encuadrarse para mi felicidad dentro de las nuevas, y tan necesarias, construcciones poéticas, ha sido escrito desde la seducción temática del camino de retorno hacia los brazos de la madre en los términos más extensos y profundos de esta palabra. Un sendero que ha comenzado Iván, siguiendo el arquitrabe y estilo de un verso que imprime un billete hacia la acción para todo lector que tenga el interés de adentrarse en el viaje que nos propone este particular poemario capaz de surcar la gravedad, no solo con giros sesudos y fidedignos, sino también con lo imprevisible y sorprendente de la imagen jocosa.
Personalmente, no considero adecuado ni necesario enarbolar un análisis pormenorizado de la temática, y más aún, cuando el más laborioso de los trabajos que aborden dicha materia siempre serán relativos. Es más, puedo aseverar que este texto no solo es hijo de las asociaciones y emociones que han acompañado al autor, puesto que ahora, una vez publicado, ya estará determinado por la multiplicidad de escenarios que se encierran en la mente de cada lector, así como de la erosión del tiempo (algo que puede llegar a ser tan positivo como la materia prima en sí mismo, basta con que realicemos una analogía con la corrosión cárstica), y no solo sobre los tablados, sino también sobre la propia obra en cuestión. Y en cuanto al peso de los relojes, recordemos que “Agonía bajo la Atlántida” es uno de los primeros cimientos de una futura construcción no solo poética, sino también vital. Esto puedo asegurarlo a raíz de los muchos años que me vinculan con la trayectoria artística de Sopeséns, pues a pesar de su juventud, siempre estuvo ligado de un modo u otro al mundo de las artes en general y de la poesía en particular. Por ello, considero que este tesón por la palabra no podía quedarse sin una oportunidad, y no solo para el lector de poesía, sino también para un autor que con total seguridad, encontrará un gran estímulo para continuar con una faceta que ahora, después de tantos años, ha germinado bajo el temple sombrío de un libro.
La poesía, y con esto quiero referirme a todas las artes, pues considero que la materialización de la misma no debe quedarse anquilosada al libro, sino que debe materializarse físicamente en los más diversos formatos, es algo extremadamente complejo. Pues esta es totalmente inmaterial, es decir, no se encuentra en lo que está escrito sobre el papel, al contrario, la tinta nace como consecuencia de la lírica más profunda, y es ahí donde recomiendo buscar las cárcavas que cobijan los golpes a duermevela de Sopeséns.
Reconozco que hay muchos estilos de poesía, pero todos ellos, hasta los que pueden parecer a primera vista una coreografía que no va más allá de un simple relato salido del consciente del lector, jamás podrán trascender como palabra poética, salvo que la representación física no sea consecuencia de una gran herida en lo más profundo de la emoción o del poeta, pues hasta el amor y la felicidad suelen ser fruto de la tragedia, al menos cuando nos referimos a la luz y estela de lo poético.
Así pues, recomiendo encarecidamente no solo la lectura de este libro, sino su uso como soporte de una voluntad lectora que vaya más allá de lo aparente y que pueda extenderse a otros muchos autores como modo de encontrar las llaves de nuestra identidad. Si este libro consigue despertar esa curiosidad, ya lo habrá conseguido todo.
Iván, ojalá que este libro te ayude a construir tu propio puente entre el sonido temperado y matemático del violín para acercarte con tus próximos trabajos a la cima que mueve el latido junto a la libertad que seduce la vibración en el canto de la mariposa.
Bienvenido al sudario vivo de la poesía…