Prefacio del libro “El Traje de Adán—Escondido detrás de las palabras—” de DOREL SCHOR
Como no podía ser de otro modo tratándose de un médico, el doctor Schor nos ofrece en este libro una serie de «píldoras» provinentes de su ingenio más mordaz.
Para uno, que es admirador del humorismo del absurdo, en cualquiera de los formatos artísticos en que vaya envuelto, supone un placer la realización del estudio preliminar de «El traje de Adán», un libro de aforismos en cada uno de los cuales se presume condensado mucho periplo vital.
Sin duda este tomo ocupará en mi habitación estantes cercanos a películas como «Sopa de ganso», de los Hermanos Marx, «Toma el dinero y corre», de Woody Allen, «Amanece que no es poco», de José Luis Cuerda, «Todos a la cárcel», de Luis García Berlanga…; a escritos de genios como Gómez de la Serna, Mihura, Edgar Neville…, de cantantes como Javier Krahe, y así.
Y es que las máximas de Dorel Schor están preñadas de audacia, de sutileza y de sentido del humor, aunque en ciertas ocasiones éste sea negro.
Mucho se ha teorizado sobre lo que es, o lo que ha de ser, el humor. Haciendo síntesis de muchas de las innumerables definiciones, o aun obviándolas, estamos convencidos de que lo que integra este volumen tiene mucho de humorístico; de un fino humorismo. Pero, aun así, con el objeto de tratar de dar cobertura a nuestra aseveración haremos un recorrido, siquiera somero, por algunos de los antecedentes que más han significado para quien esto les escribe.
Remontándonos muy atrás, al periodo helenístico, hallamos a los cínicos, personajes muy confrontados con el sistema que no dudaban en hacer uso de máximas y sentencias que conseguían desarmar los valores más asentados. Carlos García Gual apuntaba cómo estos desarrapados «bajo el emblema del perro, llevaron una vida canina tomando el sol en el ágora ateniense o en el mercado de Corinto» (1). Además, opuesto «a las prestigiosas escuelas antiguas de filosofía el cinismo no pasó de ser una burlona pantomima confrontada a una estupenda tragedia» (2). Son aquellos cínicos, en definitiva, auténticos maestros de la provocación, portadores de cierto «pensamiento que se expresa ante todo a través de las anécdotas, los gestos y los chistes, que quiere provocar mediante la risa y el sarcasmo» (3). Y tal provocación no es gratuita: «Cuando el cínico se niega a rendir homenaje a “lo respetable”, lo que pretende es denunciar la inautenticidad de esa respetabilidad y sus supuestos, que los demás aceptan más por costumbre y comodidad que por razonamiento» (4).
Pasados los siglos, en el XVII español encontramos a Francisco de Quevedo, quien, contagiado por una atmósfera de época se empapará de aquellos elementos retóricos entonces tan en boga, de los cuales hizo magistral uso. Tan célebres recursos poéticos han perdurado, como también perdura el componente ácido que caracterizara al genio barroco. Bryce Echenique diferenciaba la ironía del terrible sarcasmo quevedesco cuando aseveraba que las palabras expedidas desde la ironía «se lanzan más como plumillas de badmington que como saetas o dardos envenenados, y luego penetran en el corazón de los hombres pero sin inferirles un daño muy profundo» (5), en tal línea ubicaría a Cervantes. Mucho se ha teorizado sobre la ironía cervantina.
El propio Bryce Echenique apuntaba, citando a Luis Racionero, la ironía como característica «propia de las civilizaciones antiguas que han visto pasar muchas cosas, que han visto caer imperios, hundirse tiranos, aclamar impostores, y a las que todo ello les ha dejado un poso de escepticismo, de mordaz anticipación sobre el advenedizo» (6), esto emparentaría muy bien con un rumano de origen israelí (¿o viceversa?) como es Dorel Schor.
Otra simpática anécdota incluida por el novelista peruano muy a cuento, dado el tema que nos ocupa, es la siguiente relativa al escritor catalán Josep Pla: un editor norteamericano fue «a ofrecerle una verdadera fortuna en dólares […] El modestísimo rechazo de Pla al editor fue sólo un tímido y sonriente agradecimiento, seguido por una matizada negativa y esta muy matizada explicación: “Perdone, señor, pero una suma tan inmensa me desajustaría el presupuesto”» (7).
Un punto de vista también interesante sobre la ironía y el humor lo ofrecía Fernando Lázaro Carreter en su calidad de presidente de la RAE en el discurso de bienvenida al humorista gráfico y escritor Antonio Mingote como académico. Las ideas esgrimidas por Lázaro las glosaba magistralmente Maria Luisa Bruguera Nadal: «Lázaro Carreter denomina a Mingote ironista y no humorista, y explica las razones. Piensa que el humor se complace en la trasgresión de lo racional sin el propósito de cambiarlo; es, dice, una actitud intransitiva. En cambio, en Mingote hay un deseo de que las cosas cambien. Para Lázaro, el desacuerdo con lo reglamentario es el fundamento del humor, cuyo extremo llamamos comicidad. En el otro extremo adquiere formas más suaves y causa el bienestar de la sonrisa; puede llegar incluso a la poesía» (8).
Pese a la precisión anterior de Lázaro siguen sin quedar demasiado claras las fronteras entre ambos términos, y es que en Schor uno ve humorismo («trasgresión de lo racional», según Lázaro: «Puedes ser a la vez estúpido y feo. La naturaleza no discrimina») y también ironía (o «¿deseo de que las cosas cambien?»… Cfr., por ejemplo: «La vida causa más víctimas que la muerte»).
Francisco Umbral, en alusión a los humoristas gráficos (entre los que se halla el propio Mingote, junto a Forges, el Roto y demás) anotaba que, a diferencia del político, obligado a la seriedad en pos de la conservación de su credibilidad: «El humorista ama las cosas en su sencillez y las salva de las manos sucias del político. El teatro griego era político porque repartía doctrina, drama, dolor, y enfatizaba la vida o la muerte. Los socráticos, los cínicos, los sofistas, sonreían de todo aquello» (9).
El propio Umbral apuntaba cómo Ramón Gómez de la Serna atomiza el discurso en prosa y en verso, individualizando la metáfora que, «suelta, queda mucho más injustificada y desvalida» siendo una cosa «que se ofrece inmotivadamente a nuestra atención» (10).
Ya el poeta decimonónico Campoamor, máximo exponente de una poética prosaica y conceptual, elaboró una serie de subgéneros entre los cuales se hallaba la «humorada», una suerte de poemilla sintético que ponía de manifiesto el apacible ingenio de este escéptico conservador. Algunos ejemplos de «humorada» son: «Con tal que yo lo crea./ ¿Qué importa que lo cierto no lo sea?»; «De todo lo visible y lo invisible/ crees sólo en el amor, que es lo increíble»; «Todos lo han conocido./ ¿Va con uno y bosteza? Es su marido».
Ramón sublimaría tal fórmula recreándose en ese cierto «placer intelectual de jugar con palabras e ideas, y el de encontrar conexiones inesperadas, consideradas por las teorías de la incogruencia como el elemento esencial del humor» (11).
Dorel Schor se diferencia de Ramón en que este último aborda lo socio-político de manera marginal y sólo tangencialmente. Schor, por su parte, sí lo hace, mas no como Quevedo, con aquel «humor cargado de impaciencia, de ataques hacia los representantes del país» explotando «la permanente posibilidad de agarrar la ocasión de divertirse a costa de todo aquello que parece ridículo» (12). El médico aborda lo político de manera genérica y profiláctica, sin caer en lo particular, en todo caso eleva lo coyuntural a universal planteamiento. Diríamos que, compartiendo los juegos de asociaciones incongruentes de Ramón, también se acerca, de manera no menos lúdica, a la arena política: «Los políticos son unas personas con la voz en eterno cambio»; «Político es él, que grita. Diplomático es él, que se calla»; «Los políticos se identifican mediante hechos y se asemejan mediante palabras. O viceversa».
Las palabras destinadas por Víctor Manuel Peláez a un «heredero» de Ramón, José Manuel Lara («Tono»), servirían para aludir a Dorel Schor, por ejemplo, cuando estima su capacidad de integración de «la sorpresa en el marco de la cotidianidad» (13). Verbigracia: «Las mujeres viven más que los hombres. Especialmente, las viudas»; «No puedes llevar una doble vida con un único sueldo».
Víctor Manuel Peláez citaba las palabras de otro humorista, José López Rubio, en referencia a Tono: «El chiste convertido en humor y el humor convertido en absurdo, a dos pasos del surrealismo, que nos dejaba perplejos, cogidos de improviso» (14). Léanse estas máximas de Schor: «Un caso raro: se golpeó sólo en el amor propio»; «Los clavos también establecen “contactos”».
Y prosigue el mismo autor: «Caricatura, parodia, sorpresa, inverosimilitud, deformación y chiste son conceptos íntimamente ligados» (15), algo que también se corrobora en Schor: «Su marido es un ángel y ella le pone los cuernos… ¿Ángel con cuernos?»; «La astenia es cansancio, pero más culto».
En fin, así se resumían en el mismo artículo las líneas maestras del humorismo de Tono, atribuibles también a Schor: «Todas las ideas de Tono sobre el humor inciden en su carácter inofensivo, de juego de ruptura de moldes […] El autor parte de un molde conocido por el lector y espectador y, a partir de ese conocimiento común, lo deforma, lo recrea, con objeto de presentar a ese lector-espectador una nueva versión que lo sorprenda y le haga consciente de los mecanismos convencionales del subtexto remedado» (16). Veamos una vez más ejemplos extraídos del libro de Schor: «El día bueno se conoce sólo por la noche»; «Casi siempre el “gran evento del día” acontece de noche».
Entre las máximas contenidas en «El traje de Adán» podemos encontrar recursos retóricos de muy variada índole.
Haciendo uso del poder desordenador, tan propio del humorismo, Schor lleva a término el disloque o ruptura de frases hechas o de manidos tópicos: «Detrás de cualquier hombre de éxito, hay mil envidiosos»; como se ve en el ejemplo, se ha obrado la revitalización de una frase «apolillada».
Muchos de sus apotegmas se estructuran sobre la base del contraste u oposición terminológica, llegando incluso a la paradoja: «Las noches en blanco se deben a los pensamientos negros»; «Miro a los nudistas y me los imagino vestidos»; «Si Dios se olvida de ti, al final te lleva el demonio»; «Perdí una batalla. ¿Quién la encontró?».
También tiende Schor a corroer la solemnidad de determinados presupuestos: «La vida es una excursión organizada». Del choque entre las más trágicas o triviales circunstancias surge el chispazo casual de prodigioso poder maravillador.
En plena conmoción de los otrora considerados más seguros pilares civilizatorios, Schor a veces se muestra capcioso, a veces inmisericorde («Eres ridículo… pero te queda bien»), a veces salva las más deleznables evidencias arrojándoles el neumático salvavidas de la comprensión…
Cabiendo la aliteración («También la suerte de tener consorte es un arte»), el retruécano, la exageración, el equívoco, o la parodia en los aforismos de Schor, de fondo siempre queda un poso existencial junto con un guiño de feliz y elaborada espontaneidad; galimatías salvado por el regocijo intelectual a que queda sometido nuestro discernimiento. Y es que, como afirmaba Ortega y Gasset: «Ser artista es no tomar en serio al hombre tan serio que somos cuando no somos artistas». Schor, a juzgar por sus máximas, cumple los presupuestos de la de Ortega.
Notas
(1) García Gual, Carlos: «La secta del perro». Alianza, Madrid, 2007, página 12.
(2) «Ibídem».
(3) «Ibídem».
(4) «Ibídem», página 22.
(5) Bryce Echenique, Alfredo: «Del humor quevedesco a la ironía cervantina». «Estudios Públicos», 77 (2000), página 383.
(6) «Ibídem», página 381.
(7) «Ibídem».
(8) Bruguera Nadal, María Luisa: «El humorismo literario en la obra escrita de Antonio Mingote». «AIH. Actas XII» (1995), página 54.
(9) Umbral, Francisco: «La década roja». Planeta, Barcelona, 1993, página 218.
(10) Umbral, Francisco: «Ramón y las vanguardias», Espasa-Calpe, Madrid, 1996 (2ª edición), página 65.
(11) Arribas, Inés: «Literatura de humor en la España democrática». Pliegos, Madrid, 1997, página 38.
(12) «Ibídem», página 68.
(13) Peláez Pérez, Víctor Manuel: «Aproximación al humor de Tono». «ALEUA», 19 (2007), página 174.
(14) «Ibídem», página 175.
(15) «Ibídem», página 178.
(16) «Ibídem», páginas 178-179.